OPINIÓN

Mi primera charla con el novelista Renato Rodríguez (1986)

por Alberto Jiménez Ure Alberto Jiménez Ure

 

«Los escritores del Olimpo Venezolano me echaron porque, según ellos, yo no sabía escribir» (Renato Rodríguez)

El director de Cultura de la Universidad de los Andes, Alberto Arvelo Ramos, me llevó al apartamento de la profesora de origen hindú Anú Singh, donde conocí a Renato Rodríguez [1984]. Fui invitado almorzar con ellos ahí. Él mantenía una relación sentimental con ella.

―Tu fama de «reaccionario» te precede –me dijo, contento.

La docente de la «Facultad de Humanidades y Educación» preparaba el almuerzo cuando el filósofo y poeta Arvelo Ramos comunicó a Renato [con poco tiempo de residencia en Mérida] que yo lo entrevistaría. Nos saludamos para, minutos después, apartarnos hacia el balcón. Le pregunté si era cierto que, cuando tuvo una esposa e hijos, los abandonó.

―No fui un padre ejemplar –admitió, levantando su mano izquierda para que yo notara que le faltaba el dedo anular–. Vivía con mi esposa de origen italiano y sus padres. Ellos hicieron todo lo posible para que mi experiencia matrimonial fuera infernal […] Trataban mejor a un «perro callejero» que a mí, proveedor de sus alimentos. Los mantenía a todos. En Caracas, trabajaba para una empresa expendedora de productos empacados y en lata.

El hijo de la anfitriona, Sumito Estévez, junto con Beto Arvelo Mendoza, ambos adolescentes, fumaban marihuana cuando nos trajeron licor: una cerveza a mí y un vaso con ron al autor de Al Sur del Equanil  y El bonche (novelas, Monte Ávila Editores, 1972-1976)

―Gracias, muchachos –expresó Renato al tiempo que la madre de Sumito les reprochaba, sin enfado, que fumasen Cannabis Sativa en la sala de visitas.

―Pero, dime: ¿cómo fue tu divorcio? –lo interrogué, sin darle tregua, ni importancia al incidente de los chicos.

―Yo solía beber con un confiable amigo, funcionario de la Policía Técnica Judicial [PTJ], en algunos bares –prosiguió–. Una noche me sugirió «desaparecer» para liberarme del problema: sin explicarme cómo, Alberto. No soy mago. Cuando pensé matarme pareció leer mi mente y profundizó: ―«Te suicidas o vas al Puerto de La Guaira [Avenida Soublette] y le pides trabajo a cualquiera de los capitanes de buques cargueros: siempre necesitan marineros. Si decides hacerlo, no le informes a nadie, excepto a mí. Porque seguro denunciarían tu desaparición y yo me encargaría de obstruir tu caso para que te mantengas inhallable».

―Presumo que la de huir fue una decisión muy dolorosa para ti: yo nunca me apartaría de un hijo pequeño […]

―Imagina la magnitud de mi desesperación, Alberto. Lo hice. Llegué a Italia. De allá fui Francia. En París conocí al escritor Alfredo Bryce Echenique, quien trabajaba como recepcionista y «factotum» en un hotel. Logró algo más distinguido, relacionado con su actividad intelectual y me recomendó para el cargo. Tampoco viví mucho tiempo en esa ciudad. Decidí emigrar hacia Estados Unidos. En la Universidad de Nueva York, fui carpintero durante casi 20 años. Una sierra me amputó el dedo. Más tarde un atracador me apuñaló.

―¿Fue grave?

―Sí.

―En la Universidad de Nueva York, ¿sabían que eras un escritor venezolano?

―No sé cómo se enteraron. Uno de los profesores me buscó en el galpón donde hacía y reparaba mesas, pupitres, puertas. Quiso asegurarse de que yo era el autor de Al Sur del Ecuanil.

―¿Es cierto que el novelista mexicano Juan Rulfo quiso conocerte?

―Cuando vino a Venezuela, preguntó si yo estaba en el grupo de escritores que lo recibieron en el aeropuerto. Salvador Garmendia, que me expulsó del «Olimpo» antes de que yo emigrara, le dijo a Rulfo que tal vez estaba muerto.

―¿Estás molesto por eso? ¿No habrá bromeado? ¿Sabía dónde residías?

―Fue al único amigo al cual, en algún momento, decidí enviarle una carta informándole respecto a mi dirección de residencia en Nueva York, y mi actividad laboral. Rulfo me hubiese buscado en Nueva York

―No te hallabas con Pedro en el páramo de Juan, sino en Estados Unidos, vivo: no lejos de México. Te creo, pudo buscarte allá: viajaba frecuentemente, en representación de su cancillería.

Mi sarcasmo le provocó risas. Tarea difícil. La seriedad de Renato es incómoda, agravada con las marcas de sus arrugas.

Bebíamos como dipsomaníacos. Se nos unió Arvelo Ramos, que, con un vaso de Ron Cacique en la mano, intervino en la conversación:

―Noto empatía entre ustedes –nos comunicó–. ¿Cuál es el tema?

―Las «miserias» entre escritores –interactué con él–. Salvador Garmendia no quiso informarle a Juan Rulfo la dirección de residencia de Rodríguez.

―¿Panadero? –confundido, me abrazó nuestro afable amigo.

Alberto Arvelo Ramos perdía, gradualmente, su capacidad auditiva. Debíamos repetir, varias veces, nuestras formulaciones. Sumito y Beto reaparecieron para anunciarnos que nuestros almuerzos estaban servidos.

―¿Qué estudiarán cuando se gradúen de bachiller? –les preguntó Renato.

―Yo música –infirió Beto–. Me gustaría dirigir una orquesta sinfónica.

―Obligado por mamá, yo ingeniería –reveló Sumito–. En realidad, quiero ser un «chef» famoso. Me fascina cocinar. Desde la Universidad Central, papá me presiona también. Están confabulados.

Suspendimos nuestro diálogo «de interés periodístico» para comer. Renato me sugirió proseguir durante los próximos días. Estuve de acuerdo. Ese sería un día para celebrar nuestro encuentro. Porque, según él, éramos parientes cercanos. Nació en el estado Nueva Esparta e igual mi padre.

Una semana más tarde, retomamos la entrevista en su apartamento del Edificio Lagunillas [sector bajo de La Pedregosa]. Le llevé una botella de Anisado Los Andes, que prefería al ron o cerveza. Se alegró.

―Los únicos de la Universidad de los Andes que se interesan por mí son Vitaliano Graterol [que es mi vecino], Enrique Plata Ramírez y tú. Nunca me invitan dar charlas a jóvenes estudiantes en la Escuela de Letras. Tenían razón Salvador Garmendia y los demás del «Olimpo Caraqueño»: soy un pésimo escritor.

―Conocí al autor de La mala vida y Los pies de barro (Monte Ávila Editores, 1968-1973) en un campo petrolero del estado Zulia –le advertí–.  Yo tenía 16 años. Él asistía al Congreso Cultural de Cabimas (1969) Importantes intelectuales y artistas de la época se reunieron allá. Me lo presentó un terrorista de la Euskadi Ta Askatasuna [ETA], que se había refugiado en casa de un hermano ingeniero petrolero que trabajaba –con mi padre- en The Creole Petroleum Corporation  [filial de Standard Oil of New Jersey] Lo he admirado desde mi adolescencia.

―No te reprocho que lo respetes. Me han dicho que, tanto Garmendia como González León y los demás del «Olimpo» están arrepentidos de haberme marginado. No valía nada para ellos.

―No te aflijas, Renato: a mí tampoco me quieren en la Escuela de Letras de mi universidad. Despreciaron el genio de Hernando Track, por ejemplo. Pero, no es «tiempo de callar». Y la intelectualidad capitalina deplora mi obcecación anticomunista. Al Sur del Equanil y El bonche son extraordinarias novelas.

―No escribo ficciones. Narro mis momentos de placer, locura, parrandas y tragedia. Tengo interés en publicar un libro que tengo en preparación, titulado Viva la pasta. Recetas de cocina. Te enseñaré. Iré a tu casa los sábados.

―Acepto  […]