Este año tan extraño ha sido para mí maravilloso, porque en medio del abrumador silencio de la pandemia me he encontrado más íntimamente con “mi Jesús personal”, como dice bellamente el jesuita Herbert Alphonso, en su librito La vocación personal. He confirmado que mis inquietudes más íntimas, esas que han estado allí dentro desde el principio, desde que estaba “en el vientre” de mi madre, como reza el salmo que corresponde a las lecturas del día de mi cumpleaños, de hecho, me han traído hasta hoy, convergiendo todas en mi centro de unidad: ese en el que está contenido lo que soy y puedo ser.
A lo largo de mi vida he meditado en este salmo, confiando en que sus palabras debían ser ciertas; Lo he hecho porque Jesús se me ha ocultado mucho, disfrazándose, y aunque he tambaleado en creer que de verdad me sostiene “desde el seno” (Sal 70), la fe en que El cumple sus promesas ha sido siempre mayor.
Comencé a buscar su rostro a tientas cuando era joven y aunque lo encontré, el camino no dejó de ser tortuoso. Durante mucho tiempo le confié que quería verlo resucitado y es solo ahora, años después, que se han iluminado esos pasajes del Evangelio que me han sostenido en mi vida. Me siento viva, resucitada, caminando junto a él en el lago de Genesaret.
Si Jesús se me hubiese presentado como un código de normas, no lo hubiese reconocido. Las reglas me habrían pasado como flechas a mi izquierda y a mi derecha, por encima de mi cabeza, sin que las hubiese captado. Mi atención se centró en otros signos: ver rezar a mis abuelos me daba curiosidad. Quería saber con quién hablaban. Contrastar el Crucifijo que veía en el cuarto de mis papás con el campesino crucificado que veía en mi colegio, me inquietaba. Luego, en clases de filosofía, el profesor habló de san Agustín. Y allí me reconocí. Me compré Las confesiones y las leí. Empecé a comprenderme mejor: a mirarme hacia dentro. Las palabras del Evangelio en las que se describe el encuentro de Jesús con el joven rico, me dispusieron a reconocerlo: “y Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”. Desde entonces quise ver esa mirada. El Cristo de Zurbarán, el de Velázquez, y tantas pinturas de ese rostro que se me fue haciendo querido, siguieron disponiéndome a un encuentro más real con El. Las muchas cartujas y trapas que veíamos en clases de Arte despertaron en mí el deseo de saber cómo era la intimidad que se tenía allí con Dios. Aunque quería conocerlo, no entendía bien cómo llegar a Jesús.
Resultó que un día, viéndome caminar por el pasillo central de la UCAB en esa tremenda desorientación que percibió en mí, la ternura del padre Lacasta me ayudó a captar de un modo concreto cómo se presenta Jesús en la vida. El se dio cuenta de mi debilidad; me acogió; me escuchó, con una alegría y sencillez grandes, contrastantes con mi penumbra interior, pues yo, a mis 19, no tenía en aquel momento el amor que él tenía. Tampoco tenía esa sencillez de niño, pero al ver a alguien tan bueno, deseé ser así. Digamos que así comprendí por qué Dios se había hecho hombre.
Poco después, de un modo casi inconsciente, empecé a hacer con los demás lo que él había hecho conmigo. Comencé a acercarme a los que veía sufrir por alguna razón, y descubrí lo feliz que me hacía ayudarlos. El Jesús revolucionario que había conocido empezó a cambiar de rostro, de actitud, porque descubrí que su revolución, la verdadera, era otra: la del buen pastor que da la vida por sus amigos; que busca a la oveja perdida hasta encontrarla; que las conoce a todas por su nombre y las ama, una a una: a los ricos, a los pobres, a los violentos, a los impetuosos, a los presos, a los mentirosos, a los desolados, a los enfermos, a los borrachos, a los indigentes, a los abandonados. A todos, en sus particularidades.
Así, poco a poco, y tras ver el Cristo de Velázquez de frente, como si estuviese en el Gólgota y no en Madrid, me dejé cautivar por la persona de Jesús. El capturó mi corazón y, desde entonces, mi desorganización empezó a girar en torno a El. Como por ciclos de años, me fui ordenando. Todo, muy gradualmente. Con lentitud fui advirtiendo lo que debía conciliar en mi intimidad y esto, que me ha costado bastante, no me lo impuso nunca nadie, pues la relación con Dios no la percibí en ningún momento como opresión, sino como un encuentro personal con quien me ama. He buscado la nitidez de su rostro y la actualidad de su presencia; he ido discerniendo los nudos que debía desatar, pero sin su luz y su ayuda no habría podido hacer nada. En mucho, es El quien ha obrado. Yo, lo que he hecho, es abrirme.
Después de una tregua de años y de seguir sin descubrir cómo debía entender esa llamada que El aseguraba haberme hecho “desde el vientre de mi madre”, diré en breve que me encontré con Minos en el Infierno. Aquí no puedo explicar cómo llegué allí, pero tal vez escriba un libro contándolo. Lo cierto es que es una experiencia que deseo solo a quienes quieran encontrar un amor de verdad, pues de lo contrario, cualquiera podría morir. Y lo que digo no es metafórico, sino bastante literal.
Le conté a este juez mis penas y ahora entiendo que evaluó el castigo que merecía. Cuando le pedí que me dejara, me preguntó por qué. Como estaba leyendo El Principito, me pareció realmente estar frente a la serpiente que picaba por placer. Por eso se lo dije. Y le dije, además, que yo quería un amor de verdad. Y esto era verdad. Me propuso conversar y le dije que estaba bien. Lo cité, pero él no fue. No “podía” y yo le dije que “no importaba”. Me aplicó, pues, un castigo bastante arbitrario. Lo hizo a su medida, pues al no asistir a la conversación pautada por él mismo, mintió. Me puso una trampa. Mi intención era repetirle, cara a cara, de frente, lo que ya le había dicho: que quería un amor de verdad.
Me sumergió en la noche, olvidando tal vez que todo poder en esta tierra viene dado de lo alto; algo que Jesús respondió a Pilato cuando este le dijo que tenía autoridad para soltarlo o crucificarlo. Su reino en los corazones, sin embargo, no es de este mundo, aunque comienza aquí, desde ahora. Por eso Minos fue, realmente, instrumento de la Providencia, tanto como los que dispusieron la muerte de Cristo. Le agradezco, de verdad, haberme permitido experimentar ese día del Gólgota que tanto he meditado en mi vida. Necesitaba purificación, sin duda, pues tenía muchas inquietudes que conciliar; muchas contradicciones que integrar. No perdí la esperanza en medio de esa oscuridad porque recordé ese instante en que el padre Lacasta me vio y se acercó a mí como el buen pastor que es. También vino a mi mente un niñito que, no dejándose tocar por nadie en el albergue que lo acogía, se acercó y me abrazó cuando visité el lugar. Se dejó cargar y tocar. Esos recuerdos fueron, entonces, una especie de grito de ayuda, pues el retorcimiento interior que amenazaba con callarme estaba siendo particularmente terrible; extraño. Y se ve que en momentos así, que amenazan con tragarnos, nace en nosotros el anhelo de salvación: el “yo” más íntimo. Porque eso supuso el padre Lacasta en mi vida: me salvó dos veces: a mis 19 años y el día en que este recuerdo brotó de mi memoria. El me mostró cómo es Jesús.
En ese viaje vi muchas cosas. Por eso, de verdad, doy gracias a mi juez, porque en el Gólgota comprendí lo que significa que una espada traspase el alma de María, para que los pensamientos de muchos corazones salgan a la luz. He comprendido mejor la humillación de la Cruz, el juicio injusto, lo mal que interpretamos muchas veces a las personas y las situaciones; lo sagrado que es el núcleo de la intimidad, de la conciencia, y lo lejos que podemos estar de la propia y de la de los demás. Gracias a ese contraste con la oscuridad, he empezado a ver la vida de otro modo: brillante, cegadora, sosegada. A veces me parece estar en una serie, en una novela, en la que todo parece ficción por la novedad; por la novedad, ante todo, de la luz que me confirma que es verdad y no mentira. Vi, también, que hay otras fuerzas que mueven la historia; que los que quieren conocer el futuro para adelantarse al presente se condenan a ver el pasado. Que por eso urge comprendernos como somos para orientarnos hacia los cambios.
En tan poco espacio no puedo decir mucho más. Solo que por fin vi a Jesús resucitado. El 9 de agosto me encontré con una estampa muy querida que había estado buscando por 9 años. Es una buena réplica del manto de Turín. La encontré entre unos papeles que conectaron mi vida entera, desde el inicio, hasta ese día, pues todo me condujo a un albergue de niños: antigua misión Negra Hipólita, situada frente a un comando antidrogas de la Guardia Nacional. En poco diré lo que sucedió: confirmé mis intuiciones acerca del país en mis años de docencia; vi que la vía de una real reconstrucción pasa por el amor y la reconciliación; por la educación de todo tipo de muchachos, cara a los problemas del país, a sus necesidades, a su contexto, a nuestras potencialidades y carencias reales, y a la coexistencia en comunidad. Nadie puede dar lo que no tiene, sobre todo bajo ciertas condiciones y desde un estado de agotamiento físico y emocional. Y eso hay que preverlo antes de poner a la gente a “competir”.
Ante mi asombro por la cantidad de signos que veía y que solo yo entendía, y ante mi deseo de ayudar de algún modo a esos niños, la persona con la que hablé me pidió llevar cuentos y novelas infantiles al albergue. La cuarentena no me ha dejado concretar el proyecto, pero en esa petición vi a Marisela, ese personaje que en Doña Bárbara transita de la barbarie a la civilización gracias al trato de Santos Luzardo.
Entendí también por qué Jesús se apareció primero a las mujeres y experimenté, como María Magdalena, lo que significa ser llamada por el propio nombre.
También, como esas mujeres que vieron a Jesús resucitado, fui a contar muchas cosas a algunas personas. Sentí, también, una inmensa necesidad de visitar al padre Lacasta por haberse aparecido en mi vida, pues en mi memoria, su persona está asociada a Jesús, el buen pastor, que me buscó en mi fragilidad.
Ese viaje al Infierno me confirmó en mi vocación a la filosofía, a la docencia, y a la maternidad de muchos hijos de Venezuela, porque sí, por saber bien qué significa estar desorientado, mi vocación consiste en ayudar a otros a orientarse en la vida.
Aunque pasó nochebuena, Jesús acaba de nacer. Por eso estoy a tiempo de desear a todos que se encuentren con su Jesús. Se lo deseo a Minos, también. Está a tiempo de aprender a amar. Seguimos en la tierra. Nadie conoce la oscuridad mejor que usted. No puedo entender cómo puede preferir estar en ella en lugar de abrirse a la luz.