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Mi edad de mercurio

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Cuando cumplí 79 años, escribí (confieso para mí) que “mis paisanos andinos dicen que cuando se cumple años se entra en la siguiente edad”. Hoy ya estoy en la octava década de mi vida: 80 años. Y desde dentro me sale la exclamación de Saramago, de su poema “Sobre la vejez”: “tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos”. Cierto, también escribí ese 2 de diciembre de 2020, que “soy consciente de mis limitaciones cronológicas, por eso me atiendo más que cuando tenía menos edad. Pero no me autoincapacito, sino que ya no compito en carrera de velocidad, pero no dejo de caminar. Voy más despacio”. Hoy, 2 de diciembre de 2021, me pregunto, en otra introspección, ¿qué significan mis 80 años? Pues, es la vejez, y ¿qué es la vejez”? Pienso que debe tener valor puesto que Cicerón escribió su célebre ensayo “Sobre la vejez” (De senectute), como un dialogo entre Catón el Viejo, de 84 años, con los jóvenes, Escipión, hijo de Pablo Emilio, y su amigo Lelio. Los jóvenes se admiran de la intensa actividad desplegada por Catón, quien les da las razones para no renegar de la vejez y para aceptarla como una etapa más de la vida, rica en dones y placeres que son distintos de los que se goza en otras edades. Me sirvió el escrito de Cicerón, para entender el arte de aprender a envejecer, que lo llama así Fernando Lolas Stepke en su “tratado de gerogogía», que consiste en una refutación contra los que consideran la vejez una desgracia porque aparta de las actividades, o es la pérdida de la fuerza física, o hace perder placeres y por la proximidad de la muerte. Además, la ONU a partir de los 60 años de edad nos llama “adulto mayor” y no anciano.

Confieso que tenía lo que Unamuno llamaba el “terror de llegar a viejo” y Cicerón me tranquilizo, por boca de Catón, que primero dijo: las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, la rapidez o la agilidad del cuerpo sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión, cosas todas de las que la vejez, lejos de estar huérfana, prodiga en abundancia. Segundo, explicó que nadie está libre de la debilidad y la dolencia y que hay que compensar sus defectos con la diligencia y así como que hay que luchar contra la enfermedad, hay que hacerlo contra la vejez. Tercero, dijo Cicerón, por intermedio de Catón, que la pasión nos arrastra a acciones vergonzosas y que es una suerte que la edad aleje de nosotros lo que es lo más pernicioso de la juventud y que una vida virtuosa es garantía de bienestar. Y, cuarto, afirmó, que «Si no vamos a ser inmortales, es deseable, por lo menos, que el hombre deje de existir a su debido tiempo. Pues la naturaleza tiene un límite para la vida, como para todas las demás cosas». Aprendí por ese catálogo de razones de Cicerón que llegar a ser viejo no es una desgracia. Así que con Saramago grito, “¿Qué cuantos años “¿Qué cuántos años tengo? ¡Qué importa eso! ¡Tengo la edad que quiero y siento! La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que quiero sin miedo al fracaso o lo desconocido”. Y, con Unamuno, repito “que “jamás un hombre es demasiado viejo para un recomenzar su vida y no hemos de buscar que lo que fue nos impida ser lo que es o lo que será”.

Hoy, pues, comienzo” la cuarta edad de la vida” y me contento que aquella idea que la vejez es la última fase de la vida ya es obsoleta, es decir, bien vieja. Porque el promedio de vida media supera los 83 años y hay un número creciente de centenarios, por lo que llegar a los 80 no es siempre sinónimo de decrepitud y falta de lucidez. Además, he llevado una vida sin excesos y afortunadamente cuento con genes longevos. Los entendidos dicen que la expectativa de vida a nivel mundial viene en decidido aumento y que una vida más larga implicará un cambio de paradigma para la sociedad del siglo XXI, por lo que es importante reconfigurar la vida más allá de los 80.

He comenzado a leer el libro El mundo visto a los 80 años de José María Carrascal, que, si bien tiene reflexiones sobre política y periodismo, trata también de la felicidad y las claves de la felicidad que descubrimos al cumplir los 80 años, en donde, el dinero en sí no es el factor decisivo y, que la felicidad son momentos tan plenos, tan intensos, tan rotundos, que solo por ellos merece la pena haber vivido. Y yo me digo, el querer mucho, el seguir queriendo mucho y que me quieran mucho, me ha hecho feliz. De modo que ante la pregunta de “¿Qué pensaría el «yo» a mis 80 o 100 años?”, que se hacen Lynda Gratton y Andrew Scott, profesores de la Escuela de Negocios de Londres, y autores del libro The 100 Year Life – Living and Working in an Age of Longevity, respondo junto con ellos, después realizar un cálculo o estimado, que «Las personas que vivan hasta los 100 años, las cuales serán muchas, deberán trabajar hasta cerca de los 80 o incluso un poco más, a menos que ahorren más del 10% de sus ingresos cada año». Pues sigo trabajando y más, porque como la mayoría de los venezolanos no puedo ahorrar más. En verdad, y así lo creo, que estoy ante el desafío de rediseñar la vida más allá de los 80 años, a lo cual me han animado las palabras de Sergio König, experto en transformación digital de Salud, y director médico de Health y Health en Chile, de que “seremos más los que llegaremos a ser más ancianos, aunque esto no cambie el vencimiento del ser humano que aún no pasa de los 100 años». Por lo que la vida, según Juan Dillon, “comienza a parecerse más a un maratón que a una carrera”, Y para eso, tengo la fuerza de la voluntad y el entusiasmo de mis ideales. Por ello, los 80 años, o la cuarta edad, según la geriatra Pilar Mesa Lampre, representan «el umbral del cambio”. Por supuesto, que consciente estoy que la entrada en esta otra fase de la vida suscita en las personas un grave cambio físico, psíquico y emocional,

Me he preparado para ese umbral del inicio de mi octava década. He leído qué piensan sobre la vejez los filósofos, políticos, religiosos, poetas, artistas científicos y los adultos mayores. Sobre todo, las reflexiones de Unamuno. Y sus reflexiones me llevan a decir que la vejez no es el epílogo del entusiasmo por la vida, sino el inicio de nuevos retos. Porque repito con Unamuno que «jamás un hombre es demasiado viejo para recomenzar su vida y no hemos de buscar que lo que fue le impida ser lo que es o lo que será”. En esas lecturas, por ejemplo, me he encontrado con el ejemplo de Concepción Andrade, de 92 años, conocida como “La abuela del Betis”, equipo español de fútbol, de quien se decía que no era la aficionada más longeva de su equipo sino la más apasionada. Murió de 100 años y sin duda que su pasión por el Betis y su entusiasmo por los campeonatos del balón pie no sufrió epílogo alguno por ser de la cuarta edad. Pienso que mi fe, cada vez fuerte, mi esperanza siempre con aliento y mi gusto por la belleza, por el amor que doy y que recibo, así como mi gusto por el bolero y la poesía y mi pasión por la lectura y la escritura y por el triunfo de la justicia, son barreras ante el epilogo de mi entusiasmo, al entrar a la edad del mercurio, como llaman los 80 años. Porque la edad del planeta Mercurio es de 88 días terrestres. De allí mi empeño en promover y defender mis ideales de libertad y justicia para nuestro pueblo subordinado a la opresión y mi empeño por los cambios políticos para garantizar la certidumbre del futuro para nuestros hijos y nietos y el progreso de nuestra población más pobre, libre de hambre, lleno de salud, en paz y convivencia. Por supuesto que la enemiga de la adultez mayor es la soledad, por lo que Gabriel García Marquez decía, que, “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Pacto que no solo ha de ser de los viejos consigo mismos para que el miedo y la tristeza no los aíslen de la sociedad, sino también de los demás para que no se aíslen de ellos, sobre todo del entorno familiar, porque, según el papa Francisco, su descarte por sus hijos no solo es falta de solidaridad sino también un pecado. Ya que los hijos deben aceptar la vejez de sus padres con paciencia y amor, porque dieron todo por ellos y por eso son sus grandes héroes, y cansados de cuidarlos y de servirles de ejemplo, les llegó el momento de ser cuidados y mimados por sus hijos. Que triste oír de un adulto mayor: “No sé nada de mis hijos”.

Cristiano y católico de fe y de convicción, ese entusiasmo me viene de la Biblia, que designa la vejez para exaltar la experiencia y sabiduría como una bendición de Dios. Y según la Patrística el anciano es un símbolo más que una realidad personal. Pio XII dice que el honor a los ancianos es un deber. Pablo VI afirmó que “no hay edad alguna de jubilación con eso de cumplir la voluntad de Dios”. San Juan Pablo II considera antropológica y bíblicamente que en la vejez la persona acumula valores. El documento de “La Dignidad del Anciano y su Misión de la Iglesia y en el mundo”, que da las Orientaciones para una Pastoral de los Ancianos, valoriza el “don” que representan los ancianos como testigos de la tradición de fe. Y el papa Francisco sostiene que los adultos mayores “no son sobras de la vida” y que “No perdamos la memoria de la que son portadores los mayores, porque somos hijos de esa historia, y sin raíces nos marchitaremos». Mi fuerza y mi entusiasmo para el inicio de nuevos retos en mi edad de Mercurio es espiritual, además intelectual, porque, me guío por Aristóteles de que “En el movimiento está la vida y en la actividad reside la felicidad”. Y, sigo el consejo de Samuel Johnson, de “Si, por falta de uso, una mente se vuelve torpe en la vejez, la culpa es tan solo de su dueño”. Con esa fe y entusiasmo doy gracias al Señor por darme la oportunidad de entrar en la cuarta edad de mi vida, 80 años, dentro de la cual espero dar más que lo que he recibido. Por esas motivaciones, así como Fernando Savater dice que el pensar es una aventura de interpelar las verdades establecidas y ver qué esconden, comienzo la aventura de aprender las verdades de la vejez o de la adultez mayor. Mi reflexión final al llegar a mis 80 años, es que “Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida”, como lo afirmaba el filósofo y matemático griego Pitágoras de Samos.

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