OPINIÓN

Mi amigo Rómulo (III)

por Alfredo Coronil Hartmann Alfredo Coronil Hartmann

De izquierda a derecha: Luis Troconis Vezga, Edgar Brito Arreaza, Gonzalo Coronil, Eduardo Blanco Larrazábal, Rómulo Betancourt, Jaime Sánchez, Alfredo Coronil y sentado al centro Carlos Blanco

 

Nunca he tratado de esquivar el impuesto o si se quiere autoimpuesto deber que he tenido de hablar de Rómulo. Por supuesto su existencia en mi vida fue un tramo largo desde 1958 cuando lo conocí hasta su muerte en 1981. Ese «deber» se ha logrado mitigar con la disposición pública de gran parte de su extenso y valioso archivo y de otra manera porque, como alguna vez dije en una entrevista a mi querida Sofía Ímber en Venevisión, yo soy pre betancuriano. Es decir, mi vida no es un antes ni un después con Rómulo. Mis orígenes familiares, por Coronil y por Hartmann-Viso, cargan en sí suficientes credenciales como para reducir mi vida a una reseña vital betancuriana.

Además, hablar de Rómulo implica forzosamente ceñirse a la verdad y a veces ésta es incómoda o inoportuna de acuerdo al momento en el que se dice, aun cuando no deje de ser verdad y debe ser la piedra angular de todo relato. La verticalidad moral, no fracturada en ningún aspecto, la honestidad administrativa, también si fractura alguna, ni mínima, que son dos de los grandes pilares que sostienen la imagen histórica de Betancourt, hacen forzosamente que al hablar de él se tenga que cruzar un río de sangre y humano dolor en muchos sentidos. Haber sido testigo excepcional en primera persona de la mayor parte de acontecimientos de la vida de él durante los veinticuatro años de su relación con mi mamá, me imponen el relato de episodios difíciles de edulcorar y que, por fuerza, salpican a muchas personas que fueron piezas fundamentales en el desarrollo democrático de Venezuela del que el propio Betancourt es el gran artífice y el gran defensor.

Adolf Berle, el antiguo embajador de Estados Unidos en Brasil, condensa en unas frases la vida de Rómulo de forma magistral: «En el exilio sin ser derrotado; en el poder sin ser corrompido, en la fuerza que le daba su propia convicción, en el peligro ante los ataques de la derecha y de la izquierda, Rómulo Betancourt ha conservado la fe». Y es que la esencia política, la conciencia histórica de lo que él mismo era, la firmeza ante la vida y la verticalidad moral, como dije, tienen en Betancourt un solo origen, su fe en Venezuela.

Una prueba de esto es el «Annus horribilis» de 1960.

Para el 16 de marzo de ese año, cumplí 17 años. Mi mamá organizó como de costumbre la reunión para celebrar ese día, aun cuando legalmente fui registrado el 25 de marzo de 1943. Los días de retraso se debieron a las fiestas patronales que decretó mi papá con mi nacimiento y que se extendieron por nueve días. La reunión cumpleañera fue organizada en la casa de La California. Allí asistieron mis grandes amigos de la vida, Eduardo Blanco Larrazábal, Luis Troconiz Vezga, Edgar Brito, Jaime Sánchez, Carlos Blanco y mis primos Gonzalo Coronil, Luis Hartmann y René Francisco Hartmann. Y también asistieron juntos con mis tíos y abuelos, Héctor del Moral, Raúl Aristeguieta y Rómulo. La foto que acompaña de esa reunión, hartamente difundida, la pongo de nuevo en la publicación de mi blog y en El Nacional.

Rómulo ese día me obsequió una diminuta estatuilla de marfil de alguna deidad china o india, pues sabía que desde muy niño coleccionaba marfiles, y una pistola Whalter de 4.50 milímetros para entrenamiento junto a su consejo eterno de siempre andar armado para resguardarse. También unos libros, como siempre hacía cada vez que nos veíamos, y que nos permitían nutrir nuestras conversaciones y la reflexión intelectual del acontecer nacional e internacional en cada encuentro que tuvimos, entonces yo de adolescente y luego como adulto hasta la muerte de Rómulo.

Días después de mi cumpleaños se promulgó la Ley de Reforma Agraria. Rómulo estaba empeñado en echar a andar a Venezuela y tenía en sus planes muchas obras de gran envergadura para el país. La fundación de Ciudad Guayana, quizá la más importante, junto con el general Rafael Alfonzo Ravard, en 1961; la represa del Guri (1963), que tanto fue criticada por las izquierdas y la derecha; el impulso de la producción petrolera, que conllevó a que se fundara en su gobierno a la OPEP junto al visionario de Juan Pablo Pérez Alfonzo (1960), el puente sobre el lago de Maracaibo (1962). Y muchas obras sanitarias, de educación y carreteras para el muy deteriorado interior del país.

En abril fue el alzamiento del general Jesús Castro León en San Cristóbal, financiado por el dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien se había convertido en una especie de protector de los perezjimenistas y las derechas. Fue un golpe risible porque Castro León no logró sumar adeptos ni civiles y militares y el intento fue neutralizado rápidamente, no sólo por los mismos militares sino también por los venezolanos que machete en mano habían salido a defender al gobierno constitucional.

Pero sin duda el acontecimiento de ese año fue el atentado en Los Próceres, el 24 de junio, Día del Ejército Nacional.

Una semana antes, el 17 de junio en la noche mi mamá me comentó que había alcanzado a ver a Rómulo pero que no lo encontró bien de salud y que estaba convencida que por los comentarios de él sobre el agudo dolor que tenía en el abdomen era una pancreatitis. Así que guardó estricto reposo los días siguientes y cumplió el tratamiento médico que le indicó el doctor Víctor Brito.

Para el jueves 23, Rómulo tomó la decisión de asistir a los actos del día siguiente. Los médicos con alguna reticencia accedieron. Era difícil eludir su acompañamiento a las Fuerzas Armadas pues el clima interno era muy tenso. Quedaban muchos resabiados perezjimenistas y habían empezado a consolidarse reportes de cómo los grupos de izquierda ganaban aliados con fusiles. Y si fuera poco, también sectores de «alta sociedad» presionaban por su parte a nivel político y militar.

Esa noche del 23 de junio mi mamá y Rómulo discutieron por teléfono. Ella no estaba de acuerdo como médico en que Rómulo participara en los actos del Día del Ejército. Pero él se sentía bien y los médicos habían accedido. Así que quedaron en verse en la tarde siguiente tras los actos militares.

El viernes 24 de junio, luego de las 9:00 de la mañana, escuché en el segundo piso de mi casa de La California el eco de una enorme explosión. Al bajar a la sala mi mamá estaba al teléfono y sentado tomando café estaba Héctor del Moral, jefe de la Guardia Civil de Rómulo que acababa de llegar. Al colgar el teléfono mi mamá un poco desorientada dice que habían atentado contra Rómulo. Del Moral empalideció, llamó a Miraflores y confirmó el atentado y salió corriendo. A la hora habían llegado a casa Débora Gabaldón y Lucía Delgado Chalbaud a ver a mi mamá.

Un oldsmobile verde del año 54 con 65 kilogramos de dinamita había explotado en lateral al carro presidencial de Rómulo en el Paseo de Los Próceres. El atentado había sido financiado por Trujillo, había ganado aliados venezolanos del lado perezjimenista y de la extrema derecha venezolana. Entre otros habían participado en la ejecución y organización, por ejemplo, Simón Jurado, también un ganadero del Guárico que recibió en su hato la avioneta de la aerolínea venezolana Ransa proveniente de Santo Domingo que estuvo involucrada directamente. El jefe directo de la planeación fue el coronel Johnny Abbes, hombre de confianza de Trujillo. Los ejecutores de la explosión Luis Cabrera Sifontes y Manuel Vicente Yánez. El eterno insurrecto y mediocre general (o patotero) Juan Manuel Sanoja Rodríguez y el capitán de navío Eduardo Morales Luengo y su cuñado Lorenzo Mercado que fueron los coordinadores operativos de la trama.

En las afueras de Santo Domingo desde hacía meses se había ensayado varias veces el atentado con presos que eran usados como ratas de laboratorio y puesto a prueba el dispositivo microondas que activaría el bombazo. Y aquí en Caracas se ensayó en una cantera que había en Petare.

En ese Cadillac, que era el mismo que usaba Pérez Jiménez en su dictadura, iban Azael Valero, como chófer, quien además como dato curioso era copeyano; el coronel Ramón Armas Pérez, jefe de la Casa Militar, como copiloto; en el asiento de atrás el general Josué López Henríquez, ministro de la Defensa, en el medio su esposa Dora y Rómulo detrás del asiento del copiloto, lado derecho del vehículo.

El vehículo quedó al rojo vivo. Armas Pérez murió de forma instantánea con la explosión. Azael Valero salió expelido del carro unos metros y con múltiples fracturas que luego atendió mi papá Alfredo Coronil Ravelo. Rómulo abrió la puerta del carro con total rapidez y al hacer contacto con la puerta se quemó las manos, aun así y pese al fuego logró sacar de su lado a la esposa de López Henríquez y gritó «no disparen, es un atentado» y le dijo a Raúl Aristeguieta, su guardia civil, y al general Valmore Rodríguez que iba en el vehículo de atrás de la caravana presidencial, que lo llevaran de inmediato al Hospital Universitario.

Al llegar al Hospital Universitario los nervios hicieron preso a Raúl Aristeguieta y se le disparó la ametralladora. Aturdido y muy malherido, Rómulo le dijo que le pusiera el seguro a la ametralladora. Tenía quemaduras de segundo grado en la cara y en las manos, el tímpano derecho se había roto y una herida severa en el ojo derecho. Le administraron morfina e hicieron la respectiva atención médica a las quemaduras el doctor Víctor Brito, el Lapo, como se le decía cariñosamente, papá de mi amigo de infancia Edgar Brito Arreaza, y el doctor Joel Valencia Parpacén, así como Francisco Pinto Salinas. En horas de la tarde Rómulo pidió ser llevado a Miraflores para dirigirse a la brevedad a la nación él mismo, los médicos se negaron, pero a medianoche tras recibir a unos periodistas, se instaló en la Suite Japonesa del Palacio de Miraflores para recibir atención médica.

La muerte de Armas Pérez se le informó al día siguiente. Rómulo no había dejado de preguntar por él e informarle la noticia podía ser contraproducente en medio de aquel caos. Ramón le había dicho varias a veces a mi mamá: «No se preocupe doctora, que si debo defender al presidente con mi propio cuerpo lo haré». Y así fue aquel 24 de junio.

Mi mamá habló con Rómulo esa misma noche al llegar a Palacio. Él le dijo: «Parezco un cuasimodo dinamitado» y quedaron en verse la noche siguiente, el sábado 25 de junio. Ese día ella fue a Miraflores por la noche y lo examinó. Ella insistió a Víctor Brito que quería que el doctor Luis Alberto Velutini examinara a Rómulo porque en las manos habían señales de infección. Valencia y Brito accedieron al examen del doctor Velutini, quien aconsejó hacer un raspado a fondo de las quemaduras. Lo cual fue sumamente doloroso para el paciente.

Yo visité a Rómulo en la tarde noche del martes 28 de junio. En el día había sido el funeral del coronel Ramón Armas Pérez. Me llevó Héctor Del Moral. Me sorprendió sobremanera el aspecto físico de Rómulo. Nunca lo olvidaré. Le era difícil hablar y estaba somnoliento por efecto de los calmantes. Sin embargo, la entereza espiritual era absoluta, total aplomo y serenidad física ante el dolor. No le inquietaba para nada lo que había ocurrido, me preguntó por un libro que semanas atrás me había mandado con Débora Gabaldón, una biografía de Luis XIII. Atendía el teléfono, que un edecán le sostenía y despachaba todos los asuntos posibles, así como transmitía personalmente a los mandos militares confianza y seguridad en que él estaba directamente al mando. Luis Beltrán Prieto llamó esa noche a la Suite mientras estaba ahí y al oír a Rómulo no pudo contener las lágrimas. Rómulo le dijo: «No llores negro, es un accidente profesional, gajes del oficio, vente para Miraflores«.