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Mi amigo Rómulo (I)

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Escribo estas líneas al conmemorarse los 43 años del fallecimiento del presidente Rómulo Betancourt y releyendo como he estado estos días los textos manuscritos de las memorias que había empezado a escribir en el último tiempo antes de su muerte. Memorias que incluso habían sido acordadas para publicar entonces con Seix Barral (Editorial Planeta) y en las que trabajó hasta el instante final cuando tuvo la caída, tropezando con una papelera de bronce, y que provocó su muerte aquel fatídico septiembre de 1981.
Un 28 de septiembre que contenía de por sí una carga emocional pues ese día eran los cumpleaños de Leonardo Ruiz Pineda y Alberto Carnevali, éste último uno de los cuadros, en lo intelectual y en lo político de mayor envergadura en la historia de Acción Democrática, y ambos mártires de la resistencia en la dictadura de Pérez Jiménez. Y en lo personal era también el día que cumplía años mi papá, el doctor Alfredo Coronil Ravelo. Fueron varias las veces que, en la clandestinidad, tras la caída de Gallegos, Leonardo, Alberto y mi papá celebraron juntos sus cumpleaños.
Rómulo fue el segundo esposo de mi mamá, la doctora Reneé Hartmann de Betancourt, a quien conoció en Nueva York en junio de 1957, irónicamente la misma ciudad en la que años después vio el final. En medio de los periplos de aquel duro exilio, mi mamá trabajaba allá ejerciendo su profesión de psiquiatra. Y Rómulo, que había llegado a Estados Unidos ese año, vivió inicialmente en Palo Alto (California) con su amigo Luis Osorio y luego frecuentaba a su hija en Chicago, donde ésta vivía con su esposo y su hijo, además de su mamá, Carmen Valverde. Pero decidió instalarse en Nueva York en el Hotel París para estar más cerca del exilio venezolano y seguir de cerca los acontecimientos en Venezuela, que para ese momento ya eran decisivos tras la memorable Carta Pastoral de monseñor Rafael Arias Blanco, que sin duda había provocado un terremoto político en el país, permitiendo con ello el fortalecimiento de la Junta Patriótica que aglutinaba de alguna manera los esfuerzos populares y políticos para la libertad de Venezuela.
En agosto de ese año, 1957, viajé a ver a mi mamá, como ocurría siempre, acompañado de mi primo hermano René Francisco Hartmann y de mi abuela, doña Mercedes Viso. Mi entrañable primo, mi inseparable amigo, confidente y hermano, fue azotado literalmente en ese viaje por la lechina y la pasó realmente mal. El apartamento de mi mamá en Nueva York, en West End Avenue, era epicentro de interminables encuentros del exilio donde participaban entre muchos otros, Gonzalo Barrios, Jóvito Villalba, Luis Ignacio Arcaya, Mercedes Fermín, Enrique Tejera y monseñor Alfonzo Vaz, que había sido enviado a Nueva York por monseñor Arias Blanco a «conspirar» y fortalecer los esfuerzos del exilio.
Finalmente, Pérez Jiménez cayó el 23 de enero de 1958. Mi mamá fue a buscar con Gonzalo Barrios, antes de finalizar enero la visa en el Consulado venezolano en Nueva York, la cual obtuvieron de manos de Román Rojas Cabot. Mamá acordó con Rómulo retornar antes que él. Ella regresó a Venezuela el 7 de febrero acompañada de Ana Luisa Hernández. La recibí ese día con mi abuelo Humberto y mis tíos con una emoción en el pecho indescriptible que evoco al escribir estas líneas. El regazo de mi mamá era desde siempre un puerto seguro que además era abrazado ahora por las olas de la libertad. Y se hizo realidad el día esperado. Rómulo llegó a Venezuela el 9 de febrero a Maiquetía. Mi mamá fue a recibirlo en un carro que le prestó su gran amigo el doctor Cipriano Heredia y de allí fueron a El Silencio, donde vi a Rómulo por primera vez cuando pronunció la vigorosa afirmación: “¡Conciudadanos!” y que quienes vivimos ese momento sabemos la carga histórica y la emoción eufórica que aquello despertó, en un discurso consagrante que fundió a Rómulo con su pueblo. Una fundición como difícilmente a ningún otro dirigente político le pudo ocurrir en la historia de nuestro país y que lo reafirmó indiscutiblemente como el gran jefe de AD. Fue el momento cumbre después de tantos años de lucha, de dolor, de exilio, que eran coronados por los vítores de un pueblo enardecidamente libre. Ese discurso del 9 de febrero de 1958 fue uno de los mayores momentos de libertad que ha experimentado nuestro país.
En horas del mediodía del 11 de febrero de 1958, Rómulo llegó al apartamento donde ya me había ido a vivir con mi mamá en Los Chaguaramos, y que se le había alquilado a Edith Friedman. Vi por el balcón cuando estacionó en el frente del edificio el vehículo marca Buick, color beige y marrón. Entró al apartamento y al tenerlo frente a mí, un niño de 14 años, fue demasiado impactante. Sencillo en su hablar y sin formalismo alguno, conocía entonces a Rómulo Betancourt, que llevaba en su mano una botella de champaña. Al sentarse en la sala sacó de su bolsillo una foto suya dedicada para mí y acompañada por la siguiente frase: “Para Alfredo, en quien ya está viva y promisora la preocupación por Venezuela”. Escuché atentamente su conversación con mamá, que era un relato de los pormenores de las horas que llevaba en el país. Se había instalado en casa de su sobrina Maruja Ponce Betancourt y tiempo después se fue a vivir en una casa en Las Mercedes.
A partir de ese día se hizo habitual ese año la cotidianidad con él. Mi mamá esos mismos días se había reincorporado a su trabajo en el Consejo Venezolano del Niño. Rómulo se había abocado a reorganizar el partido y recorría el país pueblo a pueblo acompañado por Héctor Del Moral, Manuel Mendoza y Raúl Aristeguieta. Los momentos de descanso transcurrían en aquel apartamento de Los Chaguaramos, tras llegar del colegio, él aparecía con dos almuerzos comprados en el Cristal Room, un restaurante cercano y cuya propietaria era Edith, la misma a la que mi mamá le había alquilado el apartamento. En la mayoría de esos almuerzos no estaba mi mamá, quien se dedicaba, con su estricta disciplina, a atender sus oficios de directora en el Consejo del Niño. Algunas veces en esos almuerzos me acompañaban compañeros del colegio, hoy entrañables amigos de toda la vida y con quienes pasaba la tarde debatiendo política, libros y haciendo unas cuantas travesuras, como cuando directorio telefónico en mano y bajo la batuta de mi querido amigo Arturo Uslar Braun llamamos a media ciudad para informar el fallecimiento de Andrés Boulton, lo cual aun siendo una travesura, fue una broma de muy mal gusto a expensas de “Andruchi”, como le decíamos cariñosamente.
Mi asombro no lograba desaparecer ningún día al estar sentado en la misma mesa con Betancourt, aun cuando se empezaba a hacerse cotidiano. Intercambiábamos opiniones sobre el acontecer nacional, me hablaba de las insólitas tensiones y resistencias internas en AD respecto a su candidatura. Cuando comenzó la campaña electoral en 1959, y las pocas veces que Rómulo tuvo reuniones proselitistas en Caracas, iba a la casa a almorzar, tomaba una ducha, no escatimaba en usar el Agua de Colonia de Hermés, costumbre que luego adquirí también por él y se iba a sus actividades. Pasaron las elecciones y Rómulo además con mayoría en ambas Cámaras del Congreso. A los pocos días, en medio de la euforia, volví a verlo en casa, sospechando que en adelante se reducirían drásticamente nuestros encuentros. Aunque al final no fue así, pese a lo turbulento de todos aquellos años de su Presidencia. En el apartamento se producían las reuniones más confidenciales de Rómulo con «el cogollito» de ese momento que entre otros conformaban Salom Meza Espinoza, Humberto Hernández, José Vargas, Augusto Malavé, Francisco Olivo, Juan Herrera y Manuel Peñalver.
En el periodo de presidente electo, mi mamá se fue con Débora Gabaldón a pasar el fin de semana en el Hotel Maracay a descansar. Rómulo tenía días recorriendo los cuarteles de todo el país y llegó a Maracay acompañado de Ramón J. Velásquez, que ya cumplía adelantado sus funciones de secretario de la Presidencia, por Del Moral y por el coronel Armas Pérez, a quien ya se le había designado como jefe de la Casa Militar del nuevo presidente y que tiempo después sería el mártir del atentado en Los Próceres. Entonces Rómulo le pidió a Débora asumir como secretaria con el expreso encargo de que sólo ella y nadie más tendría acceso a su correspondencia y que suya era la responsabilidad de clasificarla y priorizarla de acuerdo con la información suministrada. Retornaron juntos por el sur de Aragua, en Caracas aguardaba Fidel Castro, a quien Rómulo le había concedido una audiencia. Pasaron medio día en San Sebastián de los Reyes, unas tierras que -escribe mi mamá- “una sentía el deber de protegerla, como si estuviera dolida, sentía la necesidad de acariciarla con la mano”, entre otras cosas, ese día discutieron el tema Cuba y todo lo que significaba la presencia de Castro, así como los diversos mensajes que le habían hecho llegar a Rómulo sobre cómo abordar la reunión, así como todos los que se ofrecieron para estar presentes en el encuentro como intermediarios.
Pero este tema de Castro y Rómulo será motivo extenso para otro artículo.
Tras ese viaje volví a ver a Rómulo que entonces me regaló los tres tomos de la Historia del Pensamiento Socialista que lo habían acompañado a él por mucho tiempo en el exilio y quedamos en ir hablando de ello para el futuro.

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