La Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, que nace en Caracas impulsada por Hugo Chávez Frías en 2011, luego de secuestrársela como idea a Felipe Calderón y apalancarla sobre la creencia de que la democracia es tarea pendiente, se reunió esta vez bajo la presidencia pro tempore de Andrés Manuel López Obrador.
Este la hizo coincidir con la celebración del Grito de Dolores –que marca el inicio de la guerra de independencia mexicana– como para reafirmar el predicado chavista: En tanto y en cuanto la democracia sería liberación de los gobiernos, según los términos fijados por los hombres de espada de nuestro siglo XIX, la conocida democracia liberal del pueblo o de la nación es un oxímoron.
No por azar le ofrece López Obrador su respaldo a Miguel Díaz-Canel, el cuestionado represor cubano quien a diario culpa a Estados Unidos de las desventuras en la isla; a pesar de ser quien ordena, a mediados de junio, arrasar a sangre y fuego con la primera manifestación popular masiva que –bajo la consigna “Patria y vida”– conoce su patria después de 60 años de opresión comunista.
El cuadro intelectual o telón de fondo de la actual Celac es, pues, el señalado, no otro. Es regresivo, a la vez que nutrido de un irredento complejo colonial transversal, como sino trágico de la izquierda marxista latinoamericana y caribeña.
Al cabo se salen con la suya Nicolás Maduro, cabeza de la satrapía venezolana, allí presente y el propio Díaz-Canel, acremente reprobados por los gobernantes democráticos de Uruguay y Paraguay, Luis Alberto Lacalle hijo y Marito Abdo. La declaración final de la Celac, elaborada bajo las pautas de la Cancillería mexicana y endosada por todos los gobiernos concurrentes, incluidos estos, es un crudo calco de la narrativa que instala de modo paciente el socialismo del siglo XXI en América y en España, renovada y morigerada luego por el Grupo de Puebla.
Concluye la Celac, es cierto, sin establecer un mecanismo que le dé entidad como órgano multilateral mesoamericano y del Sur, sustitutivo del histórico Sistema Interamericano de Seguridad Democrática y Protección de los Derechos Humanos; pero nada tiene que ver, a pesar de invocársele en el texto de la declaración, con las premisas del documento original que, en 2010, impulsa el gobierno de Calderón en México: Son objetivos esenciales de nuestros países preservar “la democracia y sus valores, la vigencia de las instituciones y el Estado de Derecho, el compromiso con el respeto y la plena vigencia de todos los derechos humanos para todos”, rezaba el texto de Cancún.
Más allá de que se la descubre como tal y en su desviación de ahora por la generosidad de los adjetivos –inclusivos, equitativos, sostenibles, autónomos, de calidad y de género, interculturales, de empoderamiento, con diversidad, sin colonialismo, responsables, transversales, no discriminatorios, tolerantes, ecológicos, de enfoque integrado, multidisciplinario, pacíficos– y, de suyo, por la capacidad de estos para enervar cualquier debate sobre el alcance de los temas sustantivos, la declaración de la Celac patrocinada por López Obrador traza y desnuda, finalmente, el verdadero parteaguas poscovid-19.
Huelga referir la igual desmesura en los galimatías del texto –como estrategia dialéctica– ya que conjuga, de modo preferente, en favor del Estado y sus gobiernos –no de la persona humana– e intenta reivindicar la fuerza que tuvo aquel, como Leviatán, durante del período de entreguerras del siglo XX.
Cada gobernante es visto por la Celac como libre de hacer y deshacer dentro de sus espacios de soberanía, desasido de las reglas comunes, a la luz de su visión constitucional endógena; mientras que a la par prosterna “las medidas coercitivas unilaterales” por contrarias al derecho internacional. Se trata, ello queda sobreentendido, de las dictadas por Estados Unidos y la Unión Europea contra los actores gubernamentales perseguidos por crímenes de lesa humanidad, tráfico internacional de drogas y graves hechos de corrupción; esos que la ONU original mandaba perseguir desde 1945 y después de Nuremberg, y que deja de hacerlo hoy al contar en su seno con 54 países sin libertad y solo vivir 8,4% de la población mundial bajo una democracia plena. La academia progresista, para atenuar tan ominosa realidad, con dejo de cinismo habla de vasos medio vacíos, de regímenes híbridos o países con “formas de comportamiento” democrático aceptables.
Así, concluye la Celac con su renovada adhesión a Naciones Unidas, no a la OEA, pero lo hace en el marco de la Agenda 2030 que en buena hora para ella obvia los debates acerca de la democracia y el Estado de Derecho. Hacen énfasis, aquella y esta, solo en los principios que interesan al Estado y a su conservación: la solución pacífica de controversias y la no intervención en los asuntos internos. Obvian citar que, conforme al orden público internacional contemporáneo todavía en vigor, se ha de conjugar siempre en favor de los derechos humanos como límites infranqueables al comportamiento de los mismos Estados y sus gobernantes.
La Declaración de la Celac es, en suma, otro hito nada ingenuo, que reduce la historia de América Latina a los últimos veinte años –“el acervo y patrimonio histórico” forjado desde Venezuela, como colonia de Cuba– y denostando de lo que afirma el citado documento de Calderón, cuya doctrina coincide con la que sostiene Luis Almagro desde la OEA y motiva el enfrentamiento de Chávez con Álvaro Uribe, gobernante de Colombia en 2010. No por azar es Almagro la piedra en el camino
Para quienes no sepan o quieran leerlo contextualmente y en sus desideratas, cabe decirles que el panfleto militante de la Celac es una tienda por departamentos. En él, las derechas y las izquierdas globales, las democracias y las que no lo son o las simulan, encontrarán alguna línea que las satisfaga en sus miopías estratégicas y geopolíticas de actualidad. Se topan con los árboles, sin imaginarse lo tenebroso del bosque que les espera.
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