El Congreso mexicano, con una composición recién renovada, aprobó en septiembre la ley de la llamada reforma judicial, mediante la cual los jueces de todo el país serán “popularmente” elegidos. El texto legal fue aprobado primero en Diputados; la aprobación en el Senado se logró con el voto de un senador tránsfuga –Miguel Ángel Yunes Márquez–, quien dejó al Partido de Acción Nacional por el cual había sido elegido y pasó al bloque oficialista, para dar el crucial voto al gobierno que le permitió contar con mayoría.
Este sistema de “elección popular” de todos los jueces del país —1.650 jueces federales y algo más de cinco mil jueces estaduales— no existe en ningún otro país del mundo. En América Latina, solo Bolivia tiene la elección popular de las tres altas cortes del sistema, un mecanismo que ha producido a lo largo de dos comicios un reiterado fracaso. De una parte, la mayoría de los ciudadanos votó en blanco o vició el voto; de la otra, la calidad de los elegidos ha sido notoriamente pobre.
Pero esto último no importa a quienes propugnan la llamada “elección popular” de los jueces, envolviéndola en un ropaje pretendidamente democrático. Porque lo que se busca es controlar políticamente —o partidariamente, para ser más precisos— la designación de quienes habrán de administrar justicia. Y eso es lo que se ha producido en Bolivia como en aquellos otros países que tienen formas limitadas de elección popular de los jueces.
La movilización y manifestaciones de jueces, magistrados y personal judicial, acompañados por estudiantes universitarios, en contra de la reforma no parecen haber preocupado al gobierno. Las observaciones y preocupaciones expresadas por Estados Unidos y Canadá —socios comerciales de México que ampliaron su cooperación mediante el T-MEC, firmado en noviembre de 2018— han sido rechazadas por el gobierno mexicano como intrusiones en su soberanía. Las advertencias de organizaciones como Naciones Unidas o Human Rights Watch (HRW) fueron igualmente puestas de lado.
La Relatoría Especial de Naciones Unidas para la Independencia de Jueces y Abogados ha subrayado la importancia de contar con “procedimientos de designación no políticos, vinculados estrictamente a la calidad y el mérito profesional”, y la relatora Margaret Satterthwaite se dirigió a fines de julio a Andrés Manuel López Obrador para señalar “el riesgo de que los candidatos a magistrados busquen complacer a los votantes o a patrocinadores de campañas con el fin de incrementar sus posibilidades de reelección, en lugar de tomar decisiones fundamentadas exclusivamente en principios y normas jurídicas”.
HRW ha sido enfático acerca de las reformas en curso de adopción por México, al expresar que afectarían “gravemente a la independencia judicial y contravendrían estándares internacionales de derechos humanos destinados a garantizar que toda persona reciba una audiencia justa ante los tribunales”.
Está en juego la independencia judicial
Cuando se plantea la necesidad de contar con jueces y magistrados independientes, se está refiriendo el tema a una cuestión de claro tinte político. Porque se requiere jueces independientes no tanto para decidir sobre divorcios con causal o la desocupación de inmuebles por falta de pago. Donde se juega la independencia judicial es, sobre todo, en aquellos casos en los que está de por medio el poder.
Un poder que puede ser económico pero que frecuentemente es político. En ese viejo esquema de los tres poderes del Estado, al Poder Judicial se le ha entregado la tarea de conocer y pronunciarse sobre la legalidad de los actos de gobierno; un gobierno que está a cargo de los otros dos poderes. En esa tarea de contralor del ejercicio del poder es donde se verifica la independencia de los jueces, porque si no hay independencia no habrá control alguno sobre el ejercicio del poder.
Mediante la “elección popular” de los jueces, el partido o los partidos en el gobierno se reservan, formal o informalmente, la tarea de seleccionar a los candidatos, como enseña el caso boliviano. De modo que quien gobierna tiene garantizada, desde ese momento, la ausencia de control judicial sobre las decisiones y conductas que adopte.
Ese es el escenario ideal para cualquier gobierno autoritario. De hecho, en América Latina el ejercicio del control judicial sobre actos de gobierno es una tendencia solo muy reciente. Y en México la Suprema Corte de Justicia ha abierto el camino para ejercer su papel constitucional, con mesura y razonamientos muy fundados, por ejemplo para frenar la entrega de la seguridad pública a las fuerzas armadas.
Esa “novedad” es siempre incómoda para gobernantes que buscan tener mano libre —esto es, por encima de la ley— para proceder según les parezca o convenga. Morena, el partido de gobierno en México, cree haber encontrado la fórmula apetecida, y Claudia Sheinbaum —la primera mujer que llega a la presidencia del país— disfrutará de ella.
Luis Pásara es Sociólogo jurídico. Ha estudiado los sistemas de justicia en América Latina, tema sobre el que ha publicado extensamente. Ha impartido docencia en Perú, España, Argentina y México. Es miembro senior de la Fundación para el Debido Proceso.