Causa asombro y tristeza la retahíla de recriminaciones de la carta que el entonces presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió el 1 de marzo de 2019 al rey de España, Felipe VI, en la que lo instaba a pedir disculpas por las atrocidades, masacres y abusos cometidos durante la conquista de México. Una sinrazón que contradice la historia, que hace daño a Hispanoamérica, pero sobre todo a México. Un acto de confrontación que ha hecho suyo la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, pero que había continuado el mismo López Obrador cuando, a finales de 2022, anunció una “pausa” diplomática con Madrid.
No hace falta emplearse a fondo para demostrar lo inicuo de la petición, la lesión profunda que ocasiona al alma hispanoamericana y el derrape de un liderazgo que, como potencia, el mundo reclama de México, por su importancia, por su historia, por el tamaño de su economía.
En esa tesitura, el descubrimiento de América y la Conquista no solo no pueden juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas, sino que configuraron una de las gestas más grandes de la historia universal, lograda por el imperio más poderoso del mundo durante más de una centuria, entre los siglos XV, XVI y XVII.
Como dice Stanley Payne, en su libro En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, el Imperio español fue algo realmente extraordinario que duró más de mil años, que actuó como defensor de Europa y el cristianismo frente al islam. Y en tratándose del descubrimiento de América sí que fue de mucha valía el ascendiente de los reyes católicos Isabel I y Fernando II frente al papa Alejandro VI.
De hecho, fue el primer imperio en el que no se escondía el sol. Era natural, por tanto, que inspirara respeto, pero también animadversión, lo que le acarreó inevitables enfrentamientos e ingentes costes para la defensa de las Américas frente a las ambiciones de Inglaterra, Francia o Países Bajos, como lo prueban Belice o Guyana, entre muchos otros territorios. Tal proeza es inescindible de la monumental valentía de Cristóbal Colón, Hernán Cortés y de miles de hombres que arriesgaron y entregaron sus vidas; que terminaron por construir el mestizaje más colosal y la comunidad de países más grande del mundo, por afinidad cultural, y de la que México es el mayor heredero.
Definir, en consecuencia, la Conquista por las atrocidades, que obvio que las hubo, no hace justicia al eminente trabajo de centenares de historiadores, comandados por don Daniel Cosío Villegas, Lorenzo Meyer o Javier Garcíadiego, ni a instituciones tan excelsas como el Colegio de México que desde 1973 produjo la Historia mínima de México y la Nueva historia mínima de México.
Millones de mexicanos han leído dichos libros que ofrecen testimonio de la compleja herencia con la que lidió España, pues los mexicas -o aztecas- sacrificaban con frenesí a decenas de bebés, decapitaban a ancianas o sus sacerdotes deambulaban con la piel de los inmolados para adorar a sus dioses en sus fiestas anuales.
No hace bien, entonces, alentar ahora estereotipos de los españoles como conquistadores crueles. Tampoco el victimismo, el idealizar a las personas que viven en estado natural, alejadas de la civilización, como inherentemente buenas y puras. Esa ha sido una práctica de ciertos populismos latinoamericanos que lo usan como mecanismo de arrogancia, de superioridad moral y de rechazo a la cultura occidental.
Algunos, como el uruguayo José Enrique Rodó, en su libro Ariel, exaltaban la tradición latina y española, pero caricaturizaban el progreso científico y técnico de los estadounidenses, a partir de simples diatribas y abstracciones emocionales, fatalistas o literarias, para terminar de avivar esa ya añeja tradición latinoamericana de echarle la culpa a otros de los infortunios propios.
Ahora bien, Latinoamérica necesita a México, al igual Estados Unidos, España y Europa. Pero lo necesitan ejerciendo el liderazgo que le corresponde como la 13 economía del mundo, por ser parte de la mayor y más dinámica frontera comercial del globo, como articulador de la solución a problemas regionales y de Occidente, como puente para la vigorización del atlantismo de España, por su extraordinario futuro.
Aunque seguro que no será con tales actos de confrontación como lo logre. Al contrario, deberá emplearse a fondo en la lucha contra el narcotráfico y en los retos de seguridad, en la actualización de los principios de su política exterior, pues los riesgos a su integridad territorial no son los del siglo XIX o comienzos del XX. Ni tampoco resulta sensato invocar la Doctrina Estrada como fórmula infalible para ponerse del lado de oprobiosas dictaduras como la venezolana.
*Analista político e internacional