A Moisés y las tablas virtuales
de su contrapunteante amistad
La reflexión es un fenómeno que se produce cuando un rayo de luz choca contra una superficie para, acto seguido, reproducir -reflejar, precisamente- el rayo de modo oblicuo, formando el efecto de un ángulo igual al de la luz, sólo que en dirección invertida, es decir, cambiando la dirección sin cambiar el medio por donde esta se propaga. Por lo general, este fenómeno físico se sucede sobre la superficie del agua, de los espejos o de las carreteras. Pero, además, se trata de un fenómeno metafísico que, de continuo, se sucede sobre la superficie de la conciencia, y especialmente de las representaciones o prejucios del ser social. Sólo que, en relación con ella, ya no se trata de un rayo de luz sino de un rayo de conocimiento que, via reflectionis, deviene imaginación, el cual, quizá, sea tan o más potente que el de la luz, dada la imprevisibilidad de sus consecuencias. Así, por ejemplo, la meritofilia es una reflexión de la meritocracia que, lejos de enriquecer con su luz el entorno social de su proyección, contribuye decididamente con la diseminación de la pobreza del Espíritu. Es el reflejo, la inversión especular -y por ello mismo, la ficción- de una formación cultural que se sustenta sobre las bases del mérito.
El mérito es, en estricto sentido filológico, la “debida recompensa”. Viene del latín mereri, que significa “ganar” o “merecer”. La meritocracia es justo eso: la fuerza o el poder de quienes, con su esfuerzo y constancia, bien se lo merecen. Se trata, pues, de un modelo de formación cultural cuya estructura se fundamenta sobre la base del reconocimiento de quienes se lo han sabido ganar, es decir, de quienes han demostrado en los hechos ser los más competentes, los mejor preparados., los más capaces Es, en suma, el gobierno de los probadamente mejores. No se trata de “los más fuertes”, ni de “los más aptos”, desde la perspectiva darwiniana, como tampoco de aquellos que se valen de las argucias o de la violencia para imponer sus deseos sobre el resto del organismo social. Se trata de los más valiosos, los más estudiosos, los más disciplinados, los más honestos, quienes han contribuido durante su trayectoria, es decir, mediante su dilatada formación moral e intelectual, con el bienestar del ser social. Una sociedad que se respete y valore a sí misma, que sea consciente de que solo a través del desarrollo de la cultura en todos sus ámbitos, de la preparación, del trabajo responsable, de la conquista de nuevas metas y mayores alcances, es una sociedad productora del mayor bien de la humanidad: la riqueza de espíritu.
No basta con la ratio instrumental, la mera capacitación técnica, es decir, la promoción de una educación exclusivamente basada en la formación de “especialistas” o “expertos” en las más diversas áreas, los cuales, sin duda, son imprescindibles para la construcción de sociedades que se han trazado el objetivo de conquistar un bienestar sostenido en el tiempo. Si en algo contribuyó el maestro Juan David García Bacca fue, por cierto, en mostrar las ventajas que la techné comportaba para toda posible experiencia de imprescindible factura en busca del desarrollo de la humanidad. De hecho, lo llamaba el tránsito que va desde el humanismo teórico al práctico y, desde este, al positivo. No obstante, los peligros de una instrumentalización en sí misma y para sí misma no son pocos. No se puede pretender vivir sin una idea de conjunto, en la que lo particular sustituya lo universal, del mismo modo que no se puede pretender que un árbol sustituya al bosque. De ello solo puede surgir el idiota, aquel que está firmemente convencido de que lo único que cuenta en el mundo es su propio ombligo. Pero, además, el idiota siempre termina dejando el camino libre para que otros idiotas, como él, se ocupen del “condominio”, y sean ellos quienes asuman los cargos de representación pública. Todo lo cual termina en la más cruel barbarie, en el homo homini lupus hobbesiano.
Es imprescindible la formación estética de todo y de todos. No existe el yo sin el nosotros ni el nosotros sin el yo. La tecné por sí sola, enseñoreada y transmutada en fuente de inspiración para el dominio y manipulación de las mayorías, ha sido la auténtica gran peste del presente, desde la culminación de la primera guerra mundial hasta lo que va de siglo. No basta con ser los mejores en las más diversas disciplinas técnicas y ser, al mismo tiempo, un iletrado, un analfabeta funcional, un individuo sin compromiso, incapaz de comprender que si no hay Ethos, si no se trabaja en beneficio del todo orgánico, viviente, su mezquina parte termina en la peor corrupción y condición salvaje: la de su propia alma. Desde ahí, el concepto de meritocracia se devuelve como reflejo para devenir meritofilia.
La idea de meritocracia, en efecto, pierde así su real significado, separando ser y concepto, contenido y forma, para reflejarse, degradarse e invertirse. El horror sigue a continuación. Y es que la meritofilia consiste en creer que cada idiota se lo merece todo sin tan siquiera tener que hacer el más mínimo esfuerzo por merecerlo, es decir, da por sentado, como uno de los “derivados” de su naturaleza humana, que él es merecedor de alguna recompensa, de algún tipo de beneficio especial, de una distinción, que lo convierte en un ser privilegiado, distinto del resto, de “los demás”. El meritófilo es el individuo que existe -no vive- en la ficción que le ha sido dada por el populismo -esa estancia meritofílica- para hacerle sentir importante, por lo que siempre debe estar a la caza de una nueva sensación que colme su ansiedad, que le ayude a cubrir su mediocre -y siempre triste- pobreza interior.
@jrherreraucv