Definitivamente son de antología las corruptelas en la sociedad republicana de Venezuela y sólo Simón Bolívar y Rómulo Betancourt firmaron decretos sancionándolas. El primero desde Lima en 1824, con pena de muerte que no ejecutó y el segundo, disponiendo confiscaciones de bienes, que afectó a un centenar de personas con la figura de la «inversión de la carga de la prueba», por supuesto, que ello fue posible en un gobierno de facto.
A la muerte del general Juan Vicente Gómez le fueron confiscados sus bienes, mas no a personas con evidencias de enriquecimientos ilícitos. La corrupción llegó a extremos con la democracia y los militares golpistas de 1992 justificaron su intención para erradicar el flagelo, ofreciendo «freír sus cabezas en aceite» que ahora en el poder se olvidó y estamos conociendo una inédita persecución de la corrupción que tiene temblando a un gentío porque todo indica de que se trata de un “ajuste de cuentas”, como se conoce en el mundo hamponil el no cumplir con ciertos protocolos.
Al respecto, es de pensar que en los barcos de la colonia venía el manual de la corrupción política: El Príncipe de Nicolás Maquiavelo (1513) que, por cierto, leyera el Libertador y al ver el libro en la mesa del general O’Leary le recomendó utilizar el tiempo en leerlo en otra cosa. Ahora, lo más seguro, libro de cabecera, de buena parte de algunos políticos de finales del siglo XX y primeras décadas del XXI. Y quien afirmara: «Los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”. Aquel texto, despreciado por unos y admirado por otros, no es tan preciso como Memorias de un vividor de Francisco Tosta García, historiador, costumbrista (1845-1921) que novela las corrupciones en la Venezuela separada de Colombia y para quien un político de la época se dice a sí mismo: «No soy tirio ni troyano, capuleto ni montesco güelfo ni gibelino, oligarcas ni liberal, rojo ni amarillo; soy en una palabra mamador y no luchador y tenga meditado ser el perpetuo zángano del colmenar venezolano, para lo cual me he estudiado de cuerito a cuerito el tratado del Príncipe de Maquiavelo que aconseja dividir para reinar».
Se trata de Antonio Félix Castro de Calderin, yerno de un general Peralta, equilibrista de los gobiernos de José Antonio Páez, Carlos Soublette, los hermanitos Monagas y sus respectivos opositores, siempre buscando medrar en los «imprevistos presupuestario» hasta ser designado Tesorero de la República y quien al dar la buena nueva a su mujer un tanto asustada la dice: ¿Asustada? ¡Estarás loca! Si debes bailar de contenta en un solo pie, porque llegó la avispa al melado, el ratoncillo al corazón del queso, el zorro al gallinero y el caimán al caño apetecido. Toma y lee mentecata. Imponte de la suprema dicha de la coronación de nuestros afanes, de la inesperada ventura de vernos al fin dueños absolutos de la tesorería. ¿Cómo vas a asustarte si hoy es el día más grande de nuestra existencia y hemos llegado al cielo de nuestras aspiraciones?
Antonio Félix estaba convencido, como los corruptos de siempre, de que el mundo no es de los valientes, como le dijera Pedro Carujo al presidente José María Vargas, tampoco de los justos, como le respondiera éste, sino de los vividores, que abundan en la Venezuela de estas décadas del siglo XXI con nombres y apellidos, gobierno y oposición con las excepciones, propias de buscar una aguja en un pajar.
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