Ahondar en el tema de la memoria es particularmente importante a la hora de desear abrirse a la esperanza. A veces pensamos que esta última consiste en una especie de acto voluntarista con el que nos convencemos de que “la situación presente tiene que cambiar”. Solemos también hacerla depender del cambio de los factores externos que se imponen como obstáculos. Si estos cambiaran, pensamos, podríamos tener esperanza en un futuro mejor. El punto es que no es fácil comprender qué hay que hacer para tener esperanza: para convencernos de que es posible esperar en un futuro mejor.
Más que del cambio de las circunstancias presentes, la esperanza pende de la purificación de la memoria (personal e histórica). Esto es así porque es el pasado quien puede esclavizarnos con recuerdos e interpretaciones desvirtuadas por la interferencia de ciertas pasiones. Purificar la memoria es, de algún modo, limpiar la mente y el corazón de aquello que ofusca e impide, por lo mismo, una transparencia mayor. La memoria cargada de lodo puede impedirnos avanzar porque, al archivar las experiencias agradables y tristes, el pasado que recordamos despierta en la intimidad los sentimientos asociados a ese hecho que se vivió. Esta actualización del pasado en la memoria (traerlo a la mente, al presente) puede alimentar la agresividad, la rabia, el deseo de venganza, el resentimiento o la nostalgia por tiempos que parecen mejores que los actuales. Ciertamente puede también servir de estímulo si el recuerdo es bueno. Sin embargo, orientarse solo al pasado buscando allí una especie de impulso de manera recurrente (aunque luzca beneficioso), puede desviarnos de la apertura a la esperanza si nos dejamos dominar por él. De allí la necesaria purificación. La esperanza es fruto de la desposesión; no del olvido, sino del desapego a lo sucedido: a un terco modo de interpretar lo ocurrido en el que tal vez se oculta una necesidad de justificación o de reconocimiento; un orgullo herido, un pequeño hilo (o pesada cadena) que ata a una situación no superada y, por lo mismo, impide avanzar.
Rumiar recuerdos desagradables puede esclavizarnos a alguna pasión que acaba por poseernos. No se trata de olvidar, porque la memoria, a nivel personal y colectivo, resulta fundamental para conferir orientación a la vida. Pero precisamente por haber condicionado nuestra manera de abordar la realidad, resulta crucial purificarla, pues de esta limpieza dependerá la claridad con que interpretemos el presente y nos proyectemos hacia el futuro. Purificar implica reconocer que nos equivocamos, que somos limitados, y que a veces solo cabe perdonar. Supone reconocer también que no es posible precisar con extrema exactitud qué sucedió en tal o cual momento, pues la complejidad de la vida; del entrecruzamiento de las múltiples relaciones interpersonales insertas en procesos que no podemos abarcar del todo, impide la anhelada transparencia. Lo importante es dejarnos clarificar interiormente por la propia conciencia para cerrar heridas, en lugar de abrirlas más.
El pasado está ligado al presente; la vida evidencia que hay continuidad, y esta es ontológica: la historia no es un puro recuerdo. El pasado nos ha traído hasta aquí. No nos determina, pero condiciona nuestro rumbo (seamos o no conscientes). Por eso el curso histórico (el personal y el colectivo) no se reduce a una colección de anécdotas inconexas. Por el contrario: la memoria unifica la existencia. Es, de hecho, su condición. Ella dispone a la integración de las vivencias; pone de relieve los momentos claves de la existencia y configura la mentalidad. Uno sabe hacia dónde orientarse porque sabe de dónde viene. Sin esta brújula resulta difícil centrarse en el mundo y ver el futuro con claridad.
Toda interpretación de la situación actual está ligada al pasado. El hoy queda iluminado por ese ayer que, como proceso andante, dinámico (si bien pasado), debe conocerse si queremos orientarnos mejor. Por eso, la purificación de la memoria pasa, necesariamente, por un examen honesto del propio corazón: pues es allí donde se concilian las contradicciones y desde donde mana la luz para reinterpretar el pasado. Lo ocurrido fue de un determinado modo; y eso no puede cambiarse. Lo que puede sufrir un giro es la interpretación y el modo de enfrentar tanto lo ocurrido, como las consecuencias que pudieron desprenderse del pasado. Purificar la memoria significa reconocer los obstáculos que más o menos inconscientemente turban en nosotros la paz de la conciencia, pues esto que la turba usualmente se ubica en el pasado. Pende del recuerdo que revive alguna pasión. Por eso, sin esta inicial purificación de la memoria; sin honestidad y humildad, no es posible interpretar bien el presente.
Purificar la memoria no significa, en absoluto, aniquilar las experiencias conocidas y amadas. Significa estar atentos a las pasiones que pudiesen dominarnos, poseernos, y turbar los juicios que hacemos sobre el pasado. La memoria histórica es imprescindible para la autocomprensión; para ampliar nuestro campo de visión y crecer en humanidad. Alojarse en el pasado para refugiarse en él; anclarse en él y pretender revivirlo; atarse a los recuerdos porque parecen más felices que el presente, son todas posibilidades que impiden avanzar: abrirse a lo nuevo. El pasado ilumina el presente y ayuda a que nos conozcamos como somos, pero el presente (en virtud del despliegue de las potencialidades del pasado) arroja también luces nuevas sobre el pasado precisamente en virtud del paso del tiempo. El presente queda así re-iluminado por una nueva interpretación del pasado y solo así, desde un terreno más limpio, puede avanzarse.
De una errada interpretación del pasado deriva una manera de percibirnos que puede no corresponderse del todo bien con la realidad. Y esta poca claridad nos impide hacer proyecciones realistas del futuro. Purificar la memoria no es, pues, olvidar. Es aliviar la mente y el corazón de esas pesadas cargas del rencor y de la comprensible necesidad humana de justificar nuestros errores. Y ese trabajo es tanto personal como colectivo, pues así como cada uno tiene su biografía, el país tiene su historia. Con un vidrio sucio es probable que se choque, pues no será posible ver el camino con claridad. No se verán los huecos de las calles ni las señales de tránsito. Tampoco los cruces de las carreteras. Sin espejo retrovisor, imagen con que comparó bellamente Elías Pino a la historia, tampoco podríamos advertir lo que está detrás de nosotros. Y así nos pueden chocar al frenar. En fin, sin limpiar los espejos no podremos ver el camino hacia adelante. La oscuridad no sería tanto culpa de ellos como de nosotros, por no limpiarlos.
El objetivo no es olvidar. Se trata de interiorizar, reconocer, limpiar, superar pasiones dañinas para interpretar mejor el presente. Purificar la memoria es recordar con nuevas luces, sin interferencias que deformen lo sucedido y oscurezcan las consecuencias desplegadas (ubicadas en el presente). Recordar de un modo nuevo no implica, pues, cambiar lo acontecido; significa purificar el corazón para que la mente vea con más luz lo que efectivamente aconteció. Lo sucedido fue lo que fue; lo que aconteció, aconteció, pero de un recuerdo purificado mana una luz que clarifica el camino recorrido y permite interpretarlo de un modo más acertado. Permite recordar de otro modo, arroja luz al presente, ayuda a juzgar sobre lo acontecido y a interpretarlo de un modo nuevo, más cercano a lo que tal vez fue. Esto, sin duda, libera de recuerdos que atan y abre al don de la esperanza. Esta purificación (proveniente, en parte, de nuestra decisión personal y en parte, de los efectos generados en nosotros por lo que vivimos) nos dispondrá a proyectarnos al futuro de un modo más atinado, por realista.