El 21 de enero de 2024 se celebró el 100 aniversario de la muerte de Vladímir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, el principal artífice de la victoria del comunismo en Rusia. Lenin fue idolatrado en vida como el fundador de una nueva cultura política, el bolchevismo, llamada a emancipar a la humanidad de las cadenas del capitalismo. Para Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista Italiano en 1921, Lenin era «el estadista más grande del mundo contemporáneo; el hombre que inflama y disciplina a los pueblos; el hombre que logra, con su gran inteligencia, dominar todas las energías sociales del mundo». Y un siglo después de la muerte de Lenin su prestigio como estadista e ideólogo marxista parecen intactos. Para comprobarlo sólo hace falta echar un vistazo a las muestras de afecto y veneración que algunos líderes de la izquierda occidental, sin excluir la española, muestran por Lenin cada vez que el calendario lo requiere.
Lo cierto es que Lenin fue el teórico y el constructor de un experimento político, la Unión Soviética, de naturaleza totalitaria. Sin embargo, cuando se trata de condenar el totalitarismo de la URSS todo el peso de la crítica recae sobre Stalin. Incluso cuando la Unión Europea celebra cada 23 de agosto el Día europeo conmemorativo de las víctimas del Estalinismo y el Nazismo en honor de todas las víctimas de los regímenes totalitarios, reconduce la experiencia del totalitarismo soviético a la figura de Stalin. Ciertamente, el 23 de agosto se toma como referencia la firma del pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 entre la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi de Hitler. No obstante, mientras el nazismo es condenado ‘in toto’ como ideología, no ocurre lo mismo con el comunismo, cuyo carácter totalitario se identifica no con la ideología comunista en sí, sino con el ejercicio del poder personal de Stalin.
De alguna manera la opinión pública occidental parece haber hecho suyo el espíritu del XX Congreso del PCUS de 1956. El mismo en el que Nikita Jrushchov asoció todos los defectos del régimen soviético, incluido el terror y el totalitarismo, a la lógica del culto a la personalidad impuesto por Stalin. Edificando, por tanto, el mito en virtud del cual la recuperación de la pureza del comunismo y de su potencial liberador para la humanidad pasaban por recorrer el camino que llevaba de vuelta al manantial original del bolchevismo: Lenin y su ideología, el marxismo-leninismo. Un mito que ha tenido larga vida y cuyo poder de seducción llega hasta nuestros días.
No obstante, la posibilidad de entender el leninismo al margen de la experiencia del terror y el totalitarismo resulta harto complicada desde cualquier punto de vista histórico, teórico o ideológico. Lenin fue un autor prolífico, si bien muchas de sus obras no pasaron de piezas de ocasión. Pero tan sólo hace falta abrir dos de sus principales obras –’¿Qué hacer?’ y ‘El Estado y la revolución’– para ver con claridad el vínculo genético que se establece entre la interpretación del poder del líder bolchevique ruso y el totalitarismo.
En la primera, ‘¿Qué hacer?’ de 1902, Lenin corregía a Marx en un punto fundamental: el protagonista de la revolución comunista no podía ser la clase obrera, sino el partido comunista concebido, en exclusiva, como organización de revolucionarios profesionales cuyo objetivo no era otro que la conquista rápida del poder. La corrección no era menor. Lenin estaba convencido de que el desarrollo natural del movimiento obrero no tendía a la revolución, sino a la reforma. No tendía a la emancipación, sino a la subordinación a la ideología burguesa. Por tanto, el éxito de la revolución exigía sujetar la acción del proletariado a una dirección autoritaria por parte del partido, entendido éste como el depósito de la conciencia y la verdad revolucionaria. Como se encargaría de denunciar Kautsky, a quien Lenin apodó «renegado», en Rusia la supuesta «dictadura del proletariado» no era más que el despotismo despiadado de un partido político. Y, en realidad, de su grupo dirigente.
En la segunda, ‘El Estado y la revolución de 1917’, concebido como desarrollo de la teoría marxista del Estado, Lenin describe el poder del Estado con toda crudeza como «organización de la violencia» que se proyecta en una doble dirección: para «aplastar la resistencia de los explotadores» y «dirigir a la enorme masa de la población». Es decir, que para Lenin si el Estado era necesario para alcanzar el comunismo, lo era porque también debía cumplir la misión fundamental de reprimir y acabar con el llamado «enemigo de clase». Poniendo las bases, por tanto, para una asociación natural en el seno de la cultura política bolchevique entre el ejercicio del poder y ejercicio de la violencia contra cualquier tipo de disidencia como método para salvaguardarla salud del proyecto revolucionario.
La Constitución de la URSS de 1936 introdujo el reconocimiento efectivo del Partido Comunista como guía del Estado dando forma constitucional al Estado de partido único. No obstante, esta operación constitucional no supuso más que la legalización de una realidad que de facto existía desde 1921, cuando Lenin ilegalizó el resto de las organizaciones políticas en la Rusia soviética. Del mismo modo, la naturaleza del leninismo, con su personalismo, su particular concepción del poder, su idea del Estado-partido y su visión de la revolución como necesidad histórica, allanaron el camino al culto a la personalidad, las purgas, la represión y el terror que caracterizaron el estalinismo.
Hoy en día todavía hay quien defiende la posibilidad de reivindicar a Lenin como figura histórica al margen de los problemas asociados a la «construcción del socialismo». Pero resulta un ejercicio intelectual sospechoso, el cual, por ejemplo, también abriría la puerta a valorar a Mussolini o a Hitler al margen de los problemas asociados a la construcción del fascismo o el nacionalsocialismo. Y sobre todo porque en la cultura comunista, como religión secularizada, si Marx tiene un lugar relevante como profeta, Lenin, cual san Pablo, lo tiene como edificador de su Iglesia.
Artículo publicado en el diario ABC de España