Sobre la “banalidad del mal” escribe hasta la saciedad Hannah Arendt. No necesita de una exégesis nuestra. Pero sirve su referencia –lo digo en mi precedente columna– como punto de apoyo para que hagamos un alto y nos preguntemos los venezolanos, sin tercerías, sobre cómo pudo asentarse la maldad absoluta entre nosotros. ¿Cómo ha podido normalizarse ese «cahier de doléances» de la ONU sobre crímenes de lesa humanidad ejecutados en Venezuela, desde 2014, al punto que puertas adentro es mera crónica de la resistencia, mientras puertas afuera divide a las Naciones Unidas?
Sobre la banalización cabe interpelar con severidad, aquí sí, a los gobiernos democráticos de los Estados, pues los venezolanos permanecemos bajo el secuestro de un sistema inédito y muy cruel. Nada que ver y mucho que ver con el nazismo o el fascismo y sus regímenes de la mentira, pues esta vez se sustituye a la razón de Estado por la criminalidad común organizada desde el mismo Estado. De suyo e inexorablemente corroe y ha fracturado los lazos y valores sociales de la nación.
Visto quienes han caído bajo las redes de ese «círculo» de Dante venezolano, sea pastoreando nubes constitucionales, sea dialogando con la maldad para que suavice sus modos a unos “mínimos”, es milagro que se den intersticios de unidad; como la que concita la memoria de verdades que deja la ONU, incluso sin saberse si hará justicia y habrá reparación. Joseph Ratzinger, en 2011, ante el parlamento de su patria recordaba que hubo resistencia al nacionalsocialismo mientras “era evidente que el derecho se volvió realidad de injusticias”. Al menos eso lo saben las víctimas del informe.
Se vuelve perversión, entonces, que actores como el canciller europeo Josep Borrell, sobre el cementerio que somos los venezolanos cultive a nuestros victimarios y se queje, banalizando la maldad, de la falta de consensos entre las víctimas y a propósito del exorcismo electoral que les ofrece.
Ante un informe de tanta gravedad como el expedido por la misión designada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU –que narra asesinatos, torturas con choques eléctricos sobre las partes íntimas de los encarcelados por razones políticas, violaciones sexuales, desapariciones forzadas, migraciones de millones de compatriotas, ejecuciones extrajudiciales de otros miles, atribuidos todos a la acción del cártel que ha confiscado el territorio de Venezuela para sede de sus negocios ilícitos y uno de cuyos emisarios permanece detenido en Cabo Verde– solo la banalidad explica que, al momento de aprobarse por 22 gobiernos, otros 22 se hayan abstenido.
Que la abstención pueda entenderse, burocráticamente, como el ucase para facilitar su aprobación, lo relevante es que el silencio significa, dicho sin ambages, que a una mitad de los miembros del Consejo encargados de velar por el patrimonio moral de la ONU poco les escandalizan las violaciones agravadas y sistemáticas de derechos humanos.
La neutralidad llegó a su final para el derecho internacional en 1945, cuando sobre las tragedias del Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, escandalizada la humanidad sufriente, impuso la regla del respeto a la dignidad humana por sobre la noción de la soberanía; esa que, lo dice Luigi Ferrajoli, significa ausencia de derecho y predominio del poder arbitrario.
El mismo Benedicto XVI, citado, en su discurso sobre la defensa del Estado de Derecho, base de la cultura de Occidente, apunta hacia la aporía que significa el comportamiento de los actores políticos que viven acríticamente bajo la ley de las mayorías y el sostenimiento de las cuestiones antropológicas fundamentales que sustentan los principios de humanidad, relativizados por la propia ONU. No por azar, la constitucionalización de los derechos humanos vino a frenar la ausencia de límites y vínculos impuestos a la política desde que en las democracias cede el “ilimitado el poder del pueblo, o mejor de la mayoría, y por eso con riesgo de degenerar en formas totalitarias”.
Al reducirse la monstruosidad del poder criminal instalado en Venezuela a “una crisis política” o a un “deterioro del Estado de Derecho”; al pedírsele a los “partidos” [intervenidos y sus líderes encarcelados] que “pongan en marcha sin demora…un proceso que posibilite la celebración de elecciones…”, yerra moral y jurídicamente el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Al paso, también lo hace al prorrogar por 2 años las tareas de la misión para “seguir investigando”. No le basta, según parece, la realidad ominosa que ha conocido, “con miras a asegurar la plena rendición de cuentas de los autores” de los crímenes de lesa humanidad documentados. ¿Acaso juzgarán los mismos jueces y fiscales venezolanos que, de acuerdo con el informe, participaron de las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos como política de Estado?
Después de cuatro décadas como docente de Derecho Internacional en universidades venezolanas y extranjeras, acuso mis “momentos de decepción” –eso dicen de la ONU, en falaz mea culpa por ser sus dueños, los jefes de Estado que suscriben la declaración conmemorativa del 75° aniversario– luego de releer la resolución que aprobara el informe sobre Venezuela. Los 44 miembros, votantes u abstencionistas, se avienen en trasladar el asunto a la Asamblea General, para que, «democráticamente», decida la mayoría si toman o no “las medidas que correspondan”.
Los crímenes de lesa humanidad y su juzgamiento son hoy para la ONU una cuestión política total. Que el derecho y la justicia tengan inspiración política, nadie lo duda; pero ¡cuando la política es todo, nada es política!, a la sazón lo recuerda Carl Schmitt, jurista del nazismo.
correoaustral@gmail.com