La serie Breaking bad terminó en 2013, con la muerte de Walter White y su descenso a los infiernos. La historia, que había comenzado en enero de 2008, narraba las peripecias de un correcto y honesto profesor de química que, diagnosticado con cáncer de pulmón, decide dedicarse a la producción de metanfetaminas en compañía de uno de sus más desaventajados alumnos. A lo largo de sesenta y dos capítulos distribuidos en 5 temporadas, White no solo producía la mejor metanfetamina del mundo, sino que aprendía los rudimentos comerciales del negocio de las drogas, desafiaba y dejaba por el camino a sus competidores y eludía a su concuñado agente de la DEA que no llegaba a sospechar de él. La trama era un estudio del mal, de la corrupción de un hombre bueno y una lección de buena dramaturgia y estudio de personajes. Fue además el salto a la fama de Bryan Cranston en el papel de White, y de un desconocido Bob Odenkirk, como Saul Goodman.
Al filo de la tercera temporada apareció un personaje que de alguna forma estaba en las antípodas del pulcro, meticuloso y conocedor White, que solo perdía la calma para recuperar su sangre fría y dar un paseo más por uno de los círculos del infierno. Saul Goodman era un abogado de mala suerte, curtido en negocios siempre turbios, cuyo despacho estaba en el fondo de un salón de belleza regenteado por una vietnamita. Goodman tenía mal gusto en el vestir, era descuidado en sus tratos, descarado en el mercadeo de sus habilidades y dueño de un poder de convencimiento admirable. Su aparición en el clima negro y deprimente de la vida de White era siempre un regocijo.
Esto fue lo que llevó al productor Vince Gilligan y su socio Peter Gould a pensar que Saul Goodman podía llevar sobre sus hombros todo el peso de una serie. Así nació en febrero de 2015 Better call Saul. Así como hay secuelas, en Hollywood hay precuelas. Esta se ambienta seis años antes del comienzo de su hermana mayor y presenta a Goodman con su nombre original, Jim McGill, un pobre diablo que desempeña trabajos mínimos y ve crecer el prestigio y dinero de su hermano abogado. Tras un curso por correspondencia consigue su título y un cliente mayor, solo para ser traicionado por su hermano y su socio, con lo cual, como White con su enfermedad, comienza su venganza, su camino al éxito y su descenso firme y paulatino hacia la perdición a la que arrastra a su novia y luego esposa.
El talento de Gilligan y Gould es deslumbrante y sigue al pie de la letra la fórmula de apertura del gran Billy Wilder: “Toma al espectador por el cuello y no lo sueltes nunca”. Los comienzos de Better call… son todos fuera del tiempo, de la lógica o de los personajes, y preparan al espectador para la catarata de situaciones que el libreto del capítulo prepara. Todos tienen un elemento en común. Las humoradas de Saul (nuevo nombre de guerra del perdedor Jimmy McGill) comienzan siendo ocurrentes y casi ingenuas, pero a medida que progresa la serie, pasan a ser mentirosas, torvas, miserables y, lo que es peor, irredimibles. Como White con la droga, el camino de Goodman (el “hombre bueno”) es solo de una vía, la descendente. Un poco como en la formula de su secuela, todo lo que toca Goodman y su socia, novia y esposa, se destruye inevitablemente con el agravante de no poder ser recuperado. Hermano, ex socio, amigo y enemigos varios caen ante la capacidad maquiavélica de Saul y su falso encanto. Gilligan -Gould logran lo que pocas veces, hacer de lo que comienza como un capitulo lateral (un spin off en la jerga de la industria) una obra autónoma, certera e igualmente maléfica. Un logro de los grandes.