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Megacoppolis

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Y finalmente, por los caminos verdes del streaming, podemos ver Megalópolis de Francis Coppola. Conviene pasearse brevemente por la trayectoria del director. Ya era un libretista conocido y premiado (Patton y El Gran Gatsby) cuando a regañadientes la Paramount le ofreció colibretar (con Mario Puzo) y dirigir un best seller del mismo Puzo: El Padrino. Fue lo que se llama un clásico instantáneo, lanzó la carrera de Al Pacino, rescató a Marlon Brando del olvido, cosechó 3 Oscar de sus 31 nominaciones y catapultó a Coppola (entonces Ford Coppola) al Olimpo de los consagrados. No decepcionó. En 1974 ganó en Cannes con un filme deslumbrante llamado La conversación que tras el aparente formato policial reflexionaba sobre la intimidad, el desamparo y -obsesión permanente del director- el poder. Redobló la apuesta con la secuela de El Padrino en ese mismo año, sorprendiendo a todos con un filme de los mismos kilates que su primera parte. Y entonces vino el salto al vacío sin red. Estados Unidos todavía no digerìa la derrota en Vietnam y el cine se había cuidado mucho de evitar películas de presupuesto sobre el tema. En 1976 Coppola comenzó una aventura que le llevaría tres años (en los cuales Vietnam sí llegó al cine) y dirigió otra obra maestra. Una adaptación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, ambientada en el trauma bélico de Vietnam. De nuevo arrasó con la taquilla, el Festival de Cannes y la crítica. Envalentonado se propuso un musical llamado One from the Heart que produjo él mismo y  le costó 26 millones de dólares de 1981. Recaudó 716.612 y comenzó para el director una travesía en el desierto con películas de presupuesto razonable que no encontraron su público y descolocaron a la crítica. Emergió de esa década maldita con dos filmes estimables. Un Padrino tercera parte en 1990 que no calzaba los puntos de sus hermanos mayores pero tenía lo suyo y , dos años más tarde, una adaptación del Drácula de Bram Stoker, muy apegada al original literario. Coppola era de nuevo un director de valía. De lo que vino después mejor olvidarse. Por suerte para él se dedicó a fabricar vino con el mismo éxito de sus películas de los setenta.

Y a los 84 años de edad volvió a apostar fuerte. Megalópolis costó 120 millones de dólares que Coppola obtuvo vendiendo sus bodegas. Fue presentada en Cannes, donde pasó sin pena ni gloria y se estrena en PrimeVideo. Una lástima porque la película reclama la pantalla grande. Es, qué duda cabe, un monumento al ego de Coppola y su permanente ansia de grandilocuencia y apuesta por el espectáculo en grande. El tema no puede ser más actual en estos tiempos MAGA que corren. Hay una ciudad que es Nueva York pero se llama Nueva Roma, con un alcalde malo y conservador y un arquitecto visionario que ha creado un nuevo y flexible material de construcción y que puede manejar el tiempo. Se viven horas de bacanal y decadencia y los poderosos (el alcalde, los plutócratas y las amantes varias) han tomado a Nueva Roma como  campo de batalla, creando un drama explícitamente Shakesperiano. Es difícil explicar la película que se aleja de las categorías narrativas que hicieron la fama del director. Había un hilo conductor entre los padrinos mafiosos, el escucha ilegal que componía Gene Hackman o los agonistas de Vietnam. El poder. Del crimen organizado, de las multinacionales atisbando a la intimidad de los mortales o de la máquina bélica que mandaba a matar a uno de los suyos. Pero el atractivo de esas cuatro películas (seis si contamos el tercer padrino o la fascinación que el legendario Conde ejercía en el Londres victoriano) estaba en cómo ese poder era un factor concreto que los protagonistas creían detentar y ejercer para terminar entendiendo que eran esclavos de él. Y la maestría del Coppola libretista y escritor estaba en la manera casi entomológica con la cual era capaz de describir las manifestaciones y los efectos de ese elemento esencialmente corruptor. Lo que desentona en Megalópolis (como en sus casi desconocidas obras inmediatamente anteriores Juventud sin juventud, Tetro o Twixt) es la búsqueda del camino opuesto. El libreto se pierde en conceptos abstractos difícilmente comprensibles visual o narrativamente y el resultado es el tedio. Megalópolis tiene a su favor la grandiosidad y la energía visual de Coppola, que probablemente brillarían mejor en la gran pantalla. La trama, sin embargo, no termina de conectar con el espectador porque posiblemente el tratamiento es lejano. Es una contradicción porque sin duda el tema de un imperio en declive que busca manotear su anterior omnipotencia en un mundo multipolar no puede ser más actual. Coppola tuvo en los setenta  un singular olfato para los temas que obsesionaban a la sociedad americana, Watergate, Vietnam, la corrupción de la clase política. Pero Megalópolis ni siquiera roza estos temas, sino que parece planear sobre ellos, viéndolos de lejos como un dron buscando objetivos. Es un filme que no es ni bueno ni malo. Es indescriptible.

Megalópolis. EE UU. Director Francis Coppola. Con Adam Driver, Giancarlo Esposito, Jon Voight, Audrey Plaza

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