Actualmente es común encontrar en cualquier tipo de documento, bien sea público, privado, oficial o personal, expresiones como “los alumnos y las alumnas” y, para completar el panorama, ““los alumnos, las alumnas y les alumnes”. En las redes sociales se presentan acaloradas discusiones sobre el uso “inclusivo” del lenguaje y se aboga por emplear una modalidad que, supuestamente, elimina la discriminación de lo femenino y la concepción binaria del género, es decir, si entendemos lo binario, diferenciando solo varones y mujeres, o no binario.
Esta discusión ha creado una fuerte tirantez entre los hispanohablantes, quienes señalan, en algunos casos, que es un lenguaje sexista y discriminatorio, dado que supedita lo femenino a lo masculino. Recordemos que en español existe el llamado masculino genérico, no marcado o neutro, que tiene la función de designar a los sujetos del sexo masculino y a todo individuo sin discriminación de género.
Ahora bien, ¿qué ambiciona el lenguaje “inclusivo”, “incluyente”? Su objetivo fundamental no es otro que nivelar las presupuestas inequidades lingüísticas entre hombres y mujeres producidas por el uso del masculino genérico.
¿Sobre cuál base descansan esos supuestos desniveles? Existe una convicción compartida por los hispanohablantes -no me estoy refiriendo a otras lenguas- de que “el género gramatical corresponde al sexo de las personas”. ¿Es esto así?
Veamos someramente algunas posiciones sobre el uso de esta modalidad del lenguaje. Hay un grupo que defiende el uso de la “e”, “x” y la “@” para evitar que, al decir, por ejemplo, “los escritores” o “los técnicos”, se esté discriminando a las mujeres; de allí que denominen al español como sexista. Esta posición refleja una clara concepción sobre el lenguaje que desde la Antigüedad ha entendido el lenguaje como un reflejo de las costumbres propias de un medio social que históricamente discriminó a las mujeres.
Por su parte, la Real Academia de la Lengua (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) mantienen la posición de rechazo al uso de la “e”, la “x” o “todes” y “todxs” – por cierto, absolutamente impronunciables- considerando que es tanto inútil como impropio de la morfología del español, en tanto, el “masculino gramatical funciona para aludir a colectivos mixtos, o en contextos genéricos o indeterminados”.
Si a ello le agregamos que en lingüística existe una norma no escrita sobre la economía del lenguaje, es decir, la propensión del lenguaje a la simplificación y a restringir el esfuerzo, entonces deriva en un uso considerablemente impropio del lenguaje, puesto que, además de ser antieconómico, deviene en un lenguaje discorde y disímil en su expresión, trayendo, en consecuencia, la privación del uso correcto de la lengua, haciéndola ilegible y confusa.
Reflexionar sobre el lenguaje no puede, ni debe reducirse a un intercambio de opiniones donde predominan descalificaciones a troche y moche.
Recuerdo una pregunta indispensable que hace el conocido filósofo del lenguaje, Eduardo Bustos, mi profesor en Salamanca, en alguna de sus publicaciones sobre el lenguaje y la Antigüedad clásica: “¿es el lenguaje un medio válido o fiable para acceder al conocimiento de la realidad?”. Para responder a esta pregunta, Bustos obliga, indefectiblemente, a remontarse a la Antigüedad y recordar el problema inicial preplatónico y prearistotélico referido al nombre.
Dice Bustos que lo primero en surgir en esa época fue buscar el origen de los nombres y los motivos por los cuales un onomaturgo -impositor de denominaciones- calificó a las realidades, bien fuesen particulares, bien, generales. En pocas palabras, el nombre tenía un motivo; dicho en palabras de Bustos, “[existía] una relación causal entre propiedades del individuo y el nombre en cuestión”. De allí que cualquier discusión relativa al lenguaje se inserte de manera necesaria en ese contexto para comprender el papel que jugó la etimología en esas reflexiones. Cotejar las concepciones naturalista y convencionalista sobre el lenguaje y su correlación con la realidad obliga a entenderla en dicho contexto epistemológico.
Al examinar la posición naturalista y constatar que sostiene un vínculo esencial e ineludible entre el lenguaje y la realidad, advertimos que configura una orientación filosófica que juzga epistemológicamente capital el análisis del lenguaje. Este funciona por imitación de la realidad; es decir, representa su naturaleza conforme a un lazo directo entre los componentes lingüísticos y elementos ontológicos. De esta manera, analizar las palabras, tanto en su origen, como en su estructura, formaliza “un método heurístico válido para alcanzar el conocimiento cierto de la realidad”.
Por su parte, la posición convencionalista del lenguaje rebate el vínculo entre el lenguaje y la realidad. Sostiene que los nombres nombran de acuerdo con hábitos (ethoi) comunitarios. Queda claro, entonces, que lo referente a su posible exactitud en esta denominación ha de ser discutida y resuelta en la discusión que pueda originarse en relación con la justificación de los códigos de conducta de una sociedad.
Surge así otro aspecto relevante. ¿El “uso” del lenguaje es o no es objeto de estudio de la ciencia del lenguaje? Para la lingüística generativo-transformacional chomskyana, no lo es; para la lingüística funcionalista, sí lo es. Para la primera, lo esencial del lenguaje no es el uso, sino el conocimiento que tenemos interiorizado en la mente/ cerebro; mientras que, el funcionalismo, sin negar el carácter biológico del lenguaje, exige el estudio de este último en términos del uso.
La discusión sobre si el lenguaje debe ser o no inclusivo” no puede quedar circunscrito a una pelea sobre la discriminación de las mujeres o al género no binario. Esta discusión se inserta en otros ámbitos no relativos a la lingüística. Quien discrimina no es el lenguaje, es quien lo usa discriminatoriamente.
Por otra parte, las Academias no dictan leyes o normas taxativas, recomiendan, sugieren. Prohibir u obligar a un determinado uso de una forma lingüística no forma parte de las competencias de las Academias de la Lengua; hacerlo las convertiría en centros ideológicos, no lingüísticos:
“La Real Academia de la Lengua tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico, según establece el artículo primero de sus actuales estatutos (omissis) Asimismo, la RAE, «como miembro de la Asociación de Academias de la Lengua Española, mantendrá especial relación con las academias correspondientes y asociadas».
Para finalizar, por el momento, quiero recordar unas palabras de mi profesor de Lingüística y también de Filología Española, Fernando Arellano, sj, quien decía pomposamente: “Con la Academia, contra la Academia, pero nunca sin la Academia”.
@yorisvillasana