En marzo de 1970, según reza el colofón de la primera edición, se concluyó de imprimir en los talleres de Veneprint, en Caracas, el libro de Lucas Guillermo Castillo Lara (1921-2002) Una tierra llamada Guaicaipuro. Venía a ser el cuarto libro de ese prolífico historiador e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, cuya obra abarca fundamentalmente temas de historia regional e historia eclesiástica. Una tierra llamada Guaicaipuro es el homenaje del autor al entonces Distrito Guaicaipuro del estado Miranda, hoy lamentablemente seccionado en tres municipios (Guaicaipuro, Carrizal y Los Salias) que requieren cada vez más mancomunarse entre sí y con los otros municipios que forman la llamada Gran Caracas.
El autor tituló su introducción con una frase que viene a ser el resumen del libro: “Apuntes para el caminar de siete pueblos”. Eso, en esencia, es el libro: una historia regional de Los Altos, antes llamados de Caracas y ahora, sobre todo en el argot periodístico, “de Miranda”, aunque yo como mirandino y alteño prefiero llamar a secas “Los Altos”. Esos pueblos, hoy algunos de ellos ciudades, son Los Teques, la capital del estado desde 1927, San Pedro de Los Altos, Carrizal, San Antonio de Los Altos, San Diego de Los Altos, Paracotos y Tácata, estos últimos en el piedemonte meridional, especialmente Paracotos. Faltaron en esa lista dos poblaciones: San José de Los Altos, fundada pocos años antes en 1956 como una urbanización residencial y que hoy se ha consolidado como una pequeña población, y El Jarillo, un pueblo fundado a finales de la década de 1890 y que para finales de la década de 1960, cuando Castillo Lara escribió su libro, era un pequeño caserío de descendientes de colonieros o inmigrantes alemanes asentados en la Colonia Tovar (estado Aragua). La mirada actual echaría de menos más datos sobre las pequeñas poblaciones de la hoy llamada parroquia Altagracia de la Montaña y antiguamente Chaguaramas, pero que hace medio siglo eran caseríos de Tácata y Tácata Arriba.
Este libro vino a ser la primera historia regional de Los Altos y el Distrito Guaicaipuro, escrito en una hermosa prosa y con unas características muy particulares. Dos de ellas son el uso de las fuentes orales y los recuerdos y, la otra, su estilo lírico. Castillo Lara vivió parte de su vida adolescente en Los Teques como alumno interno del Liceo San José donde terminaría su bachillerato. La relación con Los Teques no concluyó allí sino que en la capital mirandina conoció a su novia y luego esposa, Lilliam Brandt de Castillo, quien vivía allí con su familia. Así los afectos y amistades de ambos se sumaron acrecentándose. Adicionalmente, una hermana de Castillo Lara se casó con Horacio Biord Rodríguez, mis padres, natural de San Antonio, y el vínculo familiar se acrecentó luego con la adquisición de una vivienda de descanso que mi tío Lucas tuvo en San Antonio. Ese amor por Los Altos lo expresó luego Castillo Lara en Una tierra llamada Guaicaipuro, libro que conjuga vivencias y testimonios orales, algunos escuchados de manera casual, otros recogidos de forma sistemática para el libro de boca de amigos, personajes relevantes de Los Altos y nativos de la región.
El otro carácter, del cual Castillo Lara en más de una ocasión llegó a lamentarse por si le restaba rigor al discurso histórico, fue ese estilo lírico que empleó para referirse a una tierra que tanto amaba, pero que sin embargo le dan un aire hermoso al libro, de cercanía, de poema en prosa que explora la intimidad. Esta palabra devela una clave importante: es una historia íntima: la historia de una pequeña región que veía aún somnolienta el crecimiento desmesurado de la urbe caraqueña y la historia de sus gentes, sencillas y acogedoras, campesinos y comerciantes que tal vez no imaginaban la transformación urbana en ciernes que apuró la construcción de la carretera Panamericana en 1955 y la consecuente instalación de instituciones, como el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas a partir de 1953, fábricas y comercios en las colinas de Los Altos. Era yo un niño, siempre curioso por estos temas, y recuerdo a mi tío hablando con mis padres y otros familiares y amigos sobre la historia de Los Altos, sus habitantes, su cultura, sus tradiciones, su economía, sus caminos…
Así, en la introducción, Castillo Lara va nombrando los pueblos que se propone estudiar con una frase poética que acerca la historia local al lector: “¡Carrizal! Colinas suaves de amorosa mansedumbre. [/] ¡San Diego! Destilan lentos tinajeros de árboles. [/] ¡Guayra de Paracotos! Encerrado de montañas y silencios. [/] ¡Tácata! Entre dos ríos, como quien dice entre dos aguas. [/] ¡San Antonio de Medinaceli! Una estampa feliz y acurrucada. [/] ¡San Pedro! Enredados los pies en su regato de agua. [/] ¡Los Teques! ¡Por su corazón de cerros! Los siento míos y yo me siento de ellos. Por filiación de la sangre yo vengo de Aragua. Por afinidad del cariño, también estoy unido a Miranda. No es de un solo instante, ni de una sola voz. Uno se encuentra atado por lo cotidiano y lo perpetuo. Y se siente parte de estos pueblos. Y en definitiva, de toda Venezuela. El amor a la tierra toda, empieza por sus propias parcelas. La casa. El cerro. El árbol. La calle. La mujer. El niño. La vida. Todo crece en una sola voz, para llamar la tierra. Y llenarse de su sangre” (p. 6).
La edición príncipe está acompañada de mapas, los cuales fueron suprimidos tal vez por razones de costos en la segunda edición. Esta, sin embargo, incluye el dato sobre el nombre indígena del sitio de San Antonio (Gulima) y la fundación de San Antonio de Los Altos que no había conseguido el autor al publicar la primera edición: el 1º de mayo de 1683. La tercera edición incluye los mapas, aunque no con la calidad gráfica de la primera, pero restaura al menos este aporte del libro.
Los siete capítulos dedicados a cada pueblo, están precedidos por uno que aporta una visión de conjunto: “De la siembra y el retoño” (pp. 8-71), en el que traza a grandes rasgos los derroteros de la historia de Los Altos especialmente en la época colonial. Cuántas veces caminando por caminos y senderos de estas montañas no he hecho mías estas palabras de mi tío con las que finaliza el capítulo sobre Los Teques y el libro: “Hay una ciudad que tiene alma. Y rostro y sonrisa y palabra. Que tiene una voz de muchas gargantas. Que tiene fe de muchos corazones. Y cree en su propio destino. Que es el destino de sus propios hombres. Labrado a pulso y esperanza” (p. 273).
Vale la pena, sin duda, releer Una tierra llamada Guaicaipuro cincuenta años después.
Ediciones
Castillo Lara, Lucas g. 1970. Una tierra llamada Guaicaipuro. Caracas: Veneprint.
Castillo Lara, Lucas G. 1980. Una tierra llamada Guaicaipuro. Caracas. Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos (Colección Cecilio Acosta, 1) [2ª ed.].
Castillo Lara, Lucas g. 1994. Una tierra llamada Guaicaipuro. Los Teques: Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos (N° 54) (Colección Cecilio Acosta, N° 1) (3ª edc.).