Cada día parece más claro que la salida de Edmundo González de Venezuela ha sido un error –comprensible, pero error– y que la colaboración en ella del Gobierno español no ha sido un gesto humanitario sino un favor hipócrita a Maduro y a sus sicarios. El ganador de las elecciones ha sucumbido a la presión y en términos de seguridad personal no cabe reprochárselo; sin embargo, sus compañeros de la oposición, pese a mantenerle el respaldo, no logran ocultar la sensación objetiva de haberse quedado tirados. Y la revelación por el propio régimen chavista de que la Embajada de España fue el escenario de una coacción indisimulada deja al Ejecutivo de Sánchez con las vergüenzas colgando. Cuando existe un chantaje por medio, los límites entre el auxilio y la complicidad se vuelven muy elásticos. Como mínimo no queda nada claro –es un decir– si la presunta mediación constituye un servicio a los responsables de la expulsión o al líder expulsado.
La duda queda despejada por la negativa socialista –con la honrosa excepción portuguesa– a apoyar en el Parlamento comunitario la declaración de González como presidente electo. Sorprende a este respecto que nadie en la Unión haya reprochado a España el incumplimiento de la prohibición que pesa sobre Delcy Rodríguez de pisar territorio europeo, consideración que el Derecho Internacional extiende a las legaciones diplomáticas en el extranjero. Tampoco hubo censura cuando la vicepresidenta bolivariana aterrizó en Madrid y se paseó con su exuberante equipaje por el aeropuerto. Poco puede temer la satrapía caribeña de unas instituciones incapaces de sostener sus propios vetos. En todo caso, la votación de ayer en la Eurocámara, como la de nuestro Congreso, carece de efectos vinculantes para los gobiernos, por lo que Edmundo no va a dejar de seguir siendo un venezolano más en el destierro. Eso sí, con una reparación moral como magro consuelo. En la práctica, la caída de Maduro está hoy igual de lejos.
Quizá lleven parte de razón quienes sostienen que la derecha hace un uso partidista del conflicto de Venezuela al convertirlo en ariete de política interna. Sólo que en todo caso Sánchez actuó con intención simétrica al reconocer al Estado palestino por su cuenta y acusar a Israel de crímenes de guerra. Entonces blasonó, desde su habitual atalaya de superioridad ética, de situarse en la posición correcta, que en su visión tuerta resulta ser siempre aquélla donde se encuentra la izquierda (sobre todo la extrema). Es verdad que en este jardín cainita de Celtiberia los asuntos de por ahí fuera sólo interesan cuando pueden servir para calentar la escena doméstica. Pero el doble rasero del presidente queda de manifiesto con plena evidencia y su ambigüedad –es otro decir– ante la tiranía chavista escasea de explicaciones y abunda en sospechas… que la experiencia reciente suele acabar demostrando ciertas.
Artículo publicado en el diario ABC de España