“Buscaba una canción y me perdí, en un montón de palabras gastadas. No hago otra cosa que pensar en ti, y no se me ocurre nada”. “No hago otra cosa que pensar en ti”, Joan Manuel Serrat.
Bueno, pues otra vez más que me abandona la musa. Es cierto. Esta semana, no sé por qué motivo, no estoy inspirado, no sé de qué escribir. Este es, posiblemente, uno de los mayores miedos de un autor.
Recuerdo que, cuando empecé a escribir, para mí, lo más difícil era tener un tema sobre el que hilar la columna. Me quitaba el sueño, le daba mil vueltas. De este modo, todos mis primeros artículos estaban basados en anécdotas, vivencias graciosas o surrealistas que, más o menos retocadas para proveerlas de un barniz más literario, me habían ocurrido de verdad.
Así pues, las primeras columnas solían tener una tendencia humorística; esto, en realidad, no tiene nada de malo. Me gusta el humor; si va aderezado con sarcasmo e ironía, me gusta todavía más. Y por fortuna, entre mis muchas virtudes, se encuentra la capacidad de ser sarcástico e irónico, así como otra cualidad invalorable, la capacidad de reírme de mi mismo. Pero claro, esto de tirar del anecdotario tiene las patas muy cortas. Yo no soy Dani Rovira, ni ganas de serlo, así que mi anecdotario, aunque extenso, no es infinito.
A propósito de esta época, recuerdo muy bien que uno de mis lectores más fieles, mi primo Eduardo, me dijo un día, más o menos: “Tío, me parto contigo. Pero cuando se te acaben las anécdotas, ¿de qué vas a escribir?”. Dicho así, es una frase inocente, pero cuando la pones ante una luz potente y la miras al trasluz, es una sentencia de muerte. Así que, una vez que me arranqué el puñal de la espalda, gracias Edu, me hizo pensar. Esto de pensar lo practico de vez en cuando, pero no mucho. Pensar, por lo general, trae problemas y dolores de cabeza; pero en esa ocasión, pensé; y llegué a la conclusión de que, ciertamente, el camino era otro.
Así pues, empecé a hablar de mi vida, de las cosas que pasaban a mi alrededor. Ahí. La verdad, encontré un filón, porque me di cuenta de que, en realidad, cualquier cosa tiene un desarrollo, si lo pones bajo el prisma adecuado, claro está. En este sentido, recuerdo dos frases en particular de mi amigo Alfredo, grandísimo periodista, que hicieron que mi índice de vanidad alcanzase cotas peligrosas.
Alfredo, en su infinita generosidad hacia mí, un día me dijo: “Tú tienes la capacidad de transformar la vida en literatura”.
Que frase. No es una frase, es su majestad la frase. Si esto es cierto, y quizá un poco de verdad hay en ello, doy gracias al cielo por esta capacidad. Puede que sea porque siempre he sido un observador, pero nunca un observador neutral. Me gusta cuestionarme las cosas. Quizá esa sea la clave.
Y esto me lleva a la otra gran sentencia de Alfredo, que quizá también me explica, contenida en el prólogo de mi libro Errores y faltas, que tuvo la generosidad de prologar. Dice Alfredo que me mueve “la perplejidad del que ve el mundo y no lo entiende, y le da unas vueltas y lo agita, por ver si lo real alcanza alguna forma comprensible que le deje tranquilo”.
Puede que tenga razón. Decía Ana María Matute que “escribir es también una forma de protesta. Casi todos los escritores comparten el malestar con el mundo”. He de decir que no estoy de acuerdo, si tomamos la frase como una actitud continua. Sin embargo, al menos en mi caso, sí es cierto que la escritura, más aún cuando tienes la fortuna, como yo la tengo, de publicar en medios públicos, te da la oportunidad de, públicamente, denunciar aquello que es injusto, que es mezquino y sobre todo, que otros medios no denuncian por diversos intereses. Y este privilegio es también una obligación, un deber, de aquellos que, de algún modo, tenemos voz pública.
Es verdad que los temas humanistas son más agradables. Mi padre, muchas veces, me dice: “¿Ves?. Estos son los artículos que le gustan a la gente”. Lógico. Como padre, no le gusta mucho cuando me meto en determinados charcos.
Pero he de decir que, aunque una de las mayores satisfacciones que puedo tener es hacer feliz a mi padre, a mi madre o a los que quiero, sin embargo no escribo para gustarle a nadie. Cualquier atadura, cualquier matiz, cualquier sesgo en este sentido es una puerta cerrada; y no se le pueden poner puertas a la escritura, ni a cualquier otra creación artística. Por eso, los autores que se significan, ideológicamente, por cualquier tendencia, están atados de pies y manos. Han perdido su libertad, y con ella, su verdad.
Decía Horacio Quiroga: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas”. No puedo disentir más. Yo, la mayoría de las veces, me siento en el teclado y dejo escribir al columnista que, desde hace tiempo, habita en mí. No sé de donde ha salido, pero le dejo estar. Luego, leo el artículo que ha salido de mis manos, como este de hoy, y no lo reconozco como mío.
La escritura es, sin duda, la droga más bella y más eficaz, ya que no solo le provoca sensaciones a quien la practica, sino que irradia a quien la lee, proyecta el pensamiento del autor y lo difunde, lo dispersa.
Pues nada, que sigo sin saber de qué escribir hoy. Voy a terminar, pues, a ver si se me ocurre algo. Si es así, se lo haré saber.
“Lo que me gusta es escribir y cuando termino es como cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al otro día ya hay otras cosas que te golpean en la ventana. Escribir es eso, abrirles los postigos y que entren”, Julio Cortázar.
@julioml1970