“Tenemos memoria, tenemos amigos, tenemos los trenes, la risa, los bares. Tenemos la duda y la fe, sumo y sigo. Tenemos moteles, garitos, altares“. (Joaquin Sabina. “Más de cien mentiras”).
Esta es una de las millones de frases cargadas de inteligencia, de sabiduría y de experiencia que nos pueden brindar las canciones de Joaquín Sabina.
Cabe preguntarse cómo un hombre como yo, que probablemente podría considerarse políticamente en las antípodas de Don Joaquín, puedo, sin embargo, admirar tanto su trabajo.
Creo, sinceramente, que Joaquín Sabina es la persona que mejor ha retratado la vida canalla del Madrid del siglo XX y sigue haciéndolo en el XXI. Un madrileño, nacido en Úbeda, es lo que tiene esta bendita ciudad. Cada persona que acude a Madrid es recibida con los brazos y el corazón abierto. Se comprueba en muchos textos y en otras composiciones de gente que no ha nacido en Madrid pero ha sido acogido entre sus calles y su gente.
“Detesto esta ciudad, lo mismo que la quiero. Siempre digo que me voy, pero me quedo“. (Tontxu. “Marinero madrileño” ).
Creo que estas cosas habrían de hacernos reflexionar. Yo siempre he intentado, como norma básica por la que quiero pensar que me rijo, no prejuzgar a nadie por su procedencia, cultura o debería decir nivel académico, que es bien distinto, o por su color político.
La experiencia me ha ido demostrando que la generalización es imposible. En cada grupo étnico, cada tendencia política, religión, adscripción socio económica y, por supuesto, procedencia geográfica hay un buen puñado de cabrones con pintas, pero también, por fortuna, una mayoría de seres humanos de altísima calidad.
A mí, particularmente, me puede la argumentación, del mismo modo que no soporto el totalitarismo. Una persona, que se encuentre en las antípodas de mi pensamiento pero sepa argumentarme su posición, ya me ha ganado para siempre. No me va a convencer, casi con seguridad, de según qué cosas, pero mi respeto lo tendrá siempre.
Por eso odio a los mentirosos, dictadores de opereta sin argumentos, totalitarios, desinformados y desinformadores como nuestro ínclito vicepresidente Pablo Iglesias. Este tipo de personajes normalmente solo convencen a aquellos sin capacidad de crítica, sin criterio para filtrar la basura que les están disparando.
Pero no nos desviemos del tema, y menos por personajes de tan baja estofa.
En una época cercana, pero lejanísima, tuve la suerte de contar entre mi círculo de conocidos, casi amigos, con Don Manuel Lindo.
Manolo Lindo, para más ende padre de Elvira Lindo, era un comunista de pura cepa. Auditor de Dragados y Construcciones, empresa dedicada básicamente a obra pública, había recorrido España merced a su trabajo. Yo, que tengo la virtud de ser hombre de bar, como él, tuve la oportunidad de compartir decenas, yo diría cientos, de conversaciones de mesa y vino.
Nunca, jamás, le escuché una opinión ofensiva a otras adscripciones políticas. Puede que, en parte, fuera porque él conocía perfectamente que mi color político no era el suyo, pero sobre todo creo que tenía que ver con que era una persona extremadamente educada y culta. Echo muchas veces de menos estas charlas, ya que Manolo, desafortunadamente, nos dejó en julio de 2013.
Sirva esto para ilustrar que hay algo, muy por encima de todo lo demás, que es el respeto. Bien es cierto que el respeto se gana con respeto, valga la redundancia, pero es así.
“Cada uno da lo que recibe. Luego recibe lo que da. Nada es más simple, no hay otra norma. Nada se pierde, todo se transforma” (Jorge Drexler, “Todo se transforma” ).
Hay que escuchar hasta al diablo. Bueno, quizá al diablo más que a nadie.
No te va a convencer, seguramente, pero te va a mostrar por qué tomó ese camino, lo cual, sin duda, será beneficioso para ti. Como dijo Thomas Hobbes, autor de Leviatán y considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna, “quien tiene la información, tiene el poder “.
Es conveniente conocer al posible rival. Ya, si llegas a entenderle, tendrás la llave para conducirte por el camino que debes seguir, sin duda.
Hace bastantes años, allá por el año 1993, me encontraba haciendo el servicio militar en la base aérea de Cuatro Vientos, en Madrid. Entre las muchas ventajas que tenía el servicio militar, una de las más reseñables y formadoras era que te sacaba de tu zona de confort, mostrándote realidades que no podías llegar a imaginar que seguían existiendo en las postrimerías del siglo XX.
Allí pude encontrar gente de toda procedencia y condición. Para mí, un universitario en su último año de carrera entonces, de una adscripción socio-económica podríamos decir media-alta, era impensable que hubiera gente de mi edad que no supiera, por ejemplo, ni leer ni escribir. Pues allí me encontré con esta realidad y con otras mucho más duras.
Entre los diversos personajes que poblaban aquella fauna, había un muchacho que me llamaba poderosamente la atención. Se trataba de un chico vasco. Desafortunadamente no recuerdo de qué provincia, ni tampoco su nombre.
Este muchacho se tildaba a sí mismo de abertzale, simpatizante además de la banda terrorista ETA. Lo primero que sorprendía era encontrarle allí, ya que entonces existían muchos supuestos mediante los cuales podías librarte del servicio militar, entre ellos, la objeción de conciencia.
Hay que decir que el chico en cuestión nos explicó, en cierta ocasión, que él había hecho el servicio militar por respeto a sus padres, que no participaban de sus ideas independentistas. Esa señal de respeto ya hizo virar mi opinión sobre él y me produjo mucha curiosidad, así que valiéndome de mi condición de cabo, un día le hice llamar.
Para los millennials, un cabo es, en la escala militar, el superior inmediato de la soldadesca.
A lo que iba. Un día, que me encontraba de servicio, hice acudir al muchacho a la cantina y tras sentarle a mi mesa e invitarle a una cerveza, le pedí que me explicase esa tendencia abertzale. El muchacho, lejos de ofenderse, respondió inmediatamente y de buen grado a mi petición.
No diré que me convenció, eso sería imposible, pero al menos tuvo la capacidad de argumentar su postura y hacerme ver, una vez más, que no existe una realidad, sino muchas realidades, y no hay una verdad absoluta, sino que la verdad de cada uno está afectada por su contexto, en el más amplio sentido de esta palabra.
Por lo tanto, valoremos a quien tengamos enfrente por su actitud ante la vida y ante el prójimo, no por su ideología o religión, no por su contexto socio cultural o su etnia, sino por su humanidad, por su capacidad de comprensión y argumentación y por su fuerza para convertirnos en alguien mejor.
Así que citaré, para terminar, una vez más, a mi admirado Sabina.
“Si alguna vez he dado más de lo que tengo, me han dado algunas veces más de lo que doy. Se me ha olvidado ya el lugar de donde vengo, y puede que no exista el sitio a donde voy» (Joaquín Sabina, “Siete crisantemos”).
Humildad.
Y comprensión, por favor.