Este no es el título de un viejo o nuevo tango. No. Es la dramática realidad de un país cuyo poder público se desintegró en una charca de arbitrariedad, del «yo mando porque mando yo», de la imposición del continuismo despótico y depredador como único norte del control establecido.
Ah, pero eso sí: con un modo habilidoso para embaucar a través del disfraz de una seudodemocracia, que todavía tiene su público exterior entre la jungla de los ingenuos o de los aprovechadores.
No importa que el país se caiga a pedazos en medio de una catástrofe social. No importa que varios millones de sus habitantes estén huyendo en condiciones extremas. No importa que los derechos humanos se traten con insidia y desprecio. Lo único que importa es mantener la sartén agarrada por el mango.
El rechazo social es inmenso. Las ansias de cambio también. Pero la hegemonía sabe jugar el ajedrez del disimulo y de la supuesta legitimidad comicial. En la acera de enfrente no son pocos los voceros que siguen ese juego, a cambio de beneficios y de satisfacer sus propias inquinas.
Los tinglados de «diálogo y negociación» han sido trampas para ganar tiempo, y seguir haciendo lo que les da la gana. Lo estamos padeciendo, una vez más, en estos mismos momentos.
No se debe bajar la cabeza, también una vez más, en nombre de una falsa concordia. No se debe apelar a la manoseada conseja del «esto es lo que hay», para justificar alternativas a una enésima puñalada a la voluntad popular. Los matoneros no deben salirse con la suya, campantes y sonantes.
Ni más matoneros, ni más puñaladas. Es el tiempo de un cambio de raíz que impulse el renacimiento de la dignidad nacional.
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