Acaba de informar el Foro Penal (organización defensora de los derechos humanos fundada en 2005), que al 28 de septiembre, en Venezuela hay 282 presos políticos. De ese total, 16 son mujeres. 155 son militares, 127 son civiles. 145 de ellos permanecen detenidos sin condena alguna que lo justifique.
Muchos de estos venezolanos, además, han sido víctimas de la práctica consciente y sistemática de ralentización judicial. Se cancelan las audiencias, se retrasa el inicio de los juicios, se extravían los expedientes, cambian los jueces, los detenidos son llevados al tribunal y ocurre lo insólito: el juez no aparece. No llega. Punto. Y, como sabemos, cuando llega, se han producido casos de sentencias infundadas y desproporcionadas, como las recientes dictadas en contra de los dirigentes sindicales Reynaldo Cortés, Alonso Meléndez, Alcides Bracho, Néstor Astudillo, Gabriel Blanco y Emilio Negrín, a quienes, sin pruebas ni sólido fundamento, dictaron condenas de 16 años para cada uno, acusados de conspirar y asociarse para delinquir.
Estos 282 venezolanos son, en primer lugar, una cuota. Un promedio. Tal como se ha podido comprobar, especialmente desde 2014 hasta ahora, existe un lineamiento evidente: apresar y liberar (la llaman una “política de puertas giratorias”), de modo de contar siempre con una cantidad sustantiva de presos por razones políticas. El beneficio para el régimen es múltiple: se constituye en un potente factor disuasorio para los demócratas, que deben asumir que ejercer sus derechos ciudadanos, sus libertades políticas y su derecho a la protesta es severamente riesgoso: significa cárcel, torturas y hasta la muerte.
Resulta en un mecanismo extremadamente eficiente para empujar al exilio a opositores, periodistas, defensores de los derechos humanos, empresarios y a dirigentes de la sociedad civil, lo que tiene como resultado directo e inmediato el debilitamiento de las capacidades de lucha de los demócratas. Y, también, como ya se ha visto, le sirve al régimen para negociar con otros países, como ocurrió con el intercambio de presos: los dos narcosobrinos por un grupo de ejecutivos del ámbito petrolero. Esta operación revela la mentalidad de fondo: es un poder que secuestra y mantiene en cautiverio a personas inocentes para canjearlas por delincuentes -sus delincuentes- capturados en otros países.
Esto explica por qué, desde que Maduro llegó al poder, casi 16.000 personas han pasado por las cárceles del régimen. Han sido y son presas de caza que, entre otras cosas, tienen familias a las que extorsionan, familias a las que roban, humillan, acosan, amenazan y desangran para beneficio de los esbirros.
Toda esta recapitulación que hago aquí -recapitulación porque sobre estas cuestiones me he referido en este espacio en numerosas ocasiones- es necesaria para insistir en lo que el título de este artículo anuncia: el régimen de presos políticos continúa. Continúan las violaciones sistemáticas, como política de Estado, de los derechos humanos.
Las prácticas de desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, tratos crueles e inhumanos, torturas, abusos sexuales, acoso, discriminación, ataques, vigilancia ilegal, criminalización del ejercicio de ciertos derechos como protestar, reunirse, denunciar, expresarse públicamente, continúa. Continúan descaradamente. Como descarado es el estatuto de impunidad que rodea a los responsables, toda vez que no pueden ser castigados ni condenados, cuando quienes tienen la potestad y el deber de hacerlo son parte de la trama, son los responsables de impartir las órdenes, de señalar quiénes serán los próximos presos, son los que ratifican la orden de seguir adelante, de no escuchar los llamados de la ONU, de parlamentos de países, de otros gobiernos y de organizaciones no gubernamentales; de parar, de una vez por todas, estos programas, en los que el Estado se ha convertido en un enemigo de los ciudadanos, en enemigo de las libertades, en enemigo de la convivencia.
Mientras escribo este artículo leo que el estudiante John Álvarez, que fue detenido y torturado por funcionarios de la Dirección de Acciones Estratégicas y Tácticas -DAET-, ha comenzado a perder la visión del ojo izquierdo. Simultáneamente, Loredana Hernández, -hija del general Héctor Hernández Da Costa, preso político del régimen- denuncia que la salud de su padre se está agravando, sin que reciba atención médica ninguna, por lo que su vida corre un riesgo real e inminente.
El más reciente informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos -18 de septiembre- es inequívoco en su desarrollo y conclusiones: nada ha cambiado. Al contrario, los hechos demuestran que han empeorado. Lo ocurrido con las Fuerzas de Acciones Especiales -FAES-, grupo criminal perteneciente a la Policía Nacional Bolivariana y líder indiscutido en prácticas como ejecuciones extrajudiciales, ratifica que el régimen no quiere cambiar. Para atenuar la insistencia de los organismos internacionales, la disolvió para, a continuación, crear una agrupación gemela, la mencionada Dirección de Acciones Estratégicas y Tácticas -DAET-, pero con esta característica: transfirieron de las FAES a la DAET a los funcionarios más feroces, más despiadados, a los de peor expediente. A los más temerosos y a los que se han comportado con cautela en los operativos, los dejaron en la Policía Nacional Bolivariana. Hicieron una depuración, pero en sentido inverso, para que la DAET sea un cuerpo de funcionarios brutales, sin límites, sin consideración por el dolor corporal o la vida humana.
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