Dos siglos nos separan de la publicación del famosísimo tratado La democracia en América de Alexis de Tocqueville, un libro en el cuál su autor intenta buscar soluciones a los conflictos para la Francia de su época, envuelta en un violento péndulo entre Revolución y Monarquía, en la naciente y admirada democracia Norteamericana. Para Tocqueville, las instituciones de Estados Unidos deben su éxito a una confluencia de factores culturales, históricos, geográficos pero también, de forma destacada, por la importancia del autogobierno local. Para este pensador, no solo es que los problemas locales se pueden resolver con mejor tino cuando los protagonistas locales son quienes los enfrentan es que, además, el solo hecho de tener a los habitantes convertidos en ciudadanos, es decir, discutiendo, conflictuando, acordando y consensuando en la forma de resolver sus propios problemas colectivos implicaba una escuela para formar demócratas.
El contemporáneo de Tocqueville, Simón Bolívar, no tenía la misma idea. Si bien admiraba las instituciones democráticas de la monarquía constitucional británica, era un profundo conocedor de la filosofía iluminista francesa y respetaba mucho el régimen federal norteamericano, sentía y actuaba en favor del centralismo en las nacientes repúblicas sudamericanas. Su obsesivo empeño, y las enconadas resistencias de sus contendores, provocaron la disolución de Colombia, la grande, un proyecto frustrado de integración que aún nos luce difícil de alcanzar. La genialidad de Bolívar en otros campos merece toda nuestra admiración, sin embargo, posteriores gobernantes venezolanos insistieron en emular su centralismo, con las perversiones propias de ser malas copias de un ya mal original.
El federalismo venezolano solo pudo ver luz en el siglo XX, de la mano de los presidentes Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez, quienes junto a la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre), lograron los cambios legales, administrativos y políticos que permitieron elegir alcaldes y gobernadores por voto universal, secreto y directo. Fue una muy audaz y comprometida reforma porque, incluso, iba en contrasentido del interés de su propio partido político dado que los beneficiarios directos fueron los partidos con base local como la Causa R (Bolívar y Catia), Proyecto Carabobo o el Movimiento al Socialismo (Lara y Aragua) por mencionar algunos. Esto es ampliamente estudiado por el politólogo Richard Lalander en su esclarecedor ensayo «¿El suicidio de los elefantes? La descentralización venezolana».
La perspectiva de la descentralización era prometedora en los noventa, muchos ejemplos de gerencia local exitosa pudieron verse; no obstante, otro fue el derrotero. La «Revolución» nos llevó al lamentable contexto actual: municipios y estados vaciados de competencias y recursos, alcaldes y gobernadores de adorno, reducidos al vergonzoso papel de gestores de espectáculos públicos en medio de una Crisis Humanitaria Compleja, eliminación de la elección por voto popular de las Juntas Parroquiales, opacidad administrativa, debates secretos en los concejos municipales y la amenaza, cada vez más concreta, de un «estado comunal» en la que las comunas, sin elecciones de por medio, pudieran sustituir a las autoridades electas en la gestión de los asuntos públicos locales.
La barbarie venezolana solo es comparable con la barbarie de Bukele en El Salvador, en donde se está procediendo a eliminar a los municipios con la excusa de reducir las cargas públicas pero que en realidad le permitirá a su respectivo aspirante a autócrata gobernar sin contrapesos institucionales.
Recientemente participé en un encuentro auspiciado por el Frente Amplio denominado «El país de todos», celebrado en el Colegio de Ingenieros de Carabobo, me complace mucho que actores del ámbito sindical, gremial, universitario y empresarial compartan y exterioricen su total rechazo al pernicioso centralismo. Sin embargo, como pude expresarlo en esa reunión, no basta con rechazar el estado actual de cosas, también hay que comprometerse a darle vida a las instituciones locales con nuestra participación, con nuestra palabra y nuestra acción. El silencio no ayuda. No se debe guardar silencio sobre la voracidad fiscal en los municipios, no se debe guardar silencio sobre el abandono de los servicios prestados por la gobernación en áreas tan esenciales como la salud, la educación y la seguridad, no se debe guardar silencio sobre la destrucción de la Universidad de Carabobo, ni la sociedad civil debe permanecer inaudible para debatir abiertamente sobre la necesidad de hacer concreto y pleno el disfrute de los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Así como Tocqueville descubrió hace dos siglos, no hay democracia sin demócratas.
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