Por Carlos Malamud y Rogelio Núñez Castellano
El gobierno de Pedro Castillo y su gestión en el ejercicio de la presidencia del Perú (28/VII/2021-7/XII/2022) se pueden resumir en las palabras con las que el entonces rey de España, don Juan Carlos I, en una entrevista otorgada a la revista Newsweek en 1976, definió al presidente del gobierno heredado del franquismo, Carlos Arias Navarro, como “un desastre sin paliativos”. Desde esta perspectiva, se puede afirmar que Castillo ha sido un desastre sin paliativos, de principio a fin. Lo fue tanto en su condición de jefe de Estado como en su frustrado proyecto golpista.
Solo fue competente como candidato a presidente en la campaña de 2021. En esa ocasión se aprovechó de la sobreabundancia de candidatos (más de 20) y de la extrema fragmentación del voto. Por eso, supo sacar partido de las debilidades ajenas y de los problemas estructurales del colapsado sistema de partidos peruano, beneficiándose de la endeblez de un centro devaluado y dividido (Julio Guzmán y George Forsyth), de una derecha fragmentada (Rafael López Aliaga y Daniel Urresti) y de una izquierda desnortada (Verónika Mendoza y Yonhy Lescano).
De este modo, y con sólo algo más del 19% de los votos, pudo pasar a la segunda vuelta. Castillo era un candidato débil que podía perder con cualquier otro rival, salvo con Keiko Fujimori, y eso fue lo que finalmente terminó ocurriendo. En el balotaje, fue capaz de canalizar a su favor el numeroso, heterogéneo y huérfano voto antifujimorista. Gracias a él se impuso a la hija del dictador por menos de 50.000 votos.
Castillo, un gobierno del desgobierno
Una vez en el gobierno, Castillo fue capaz de ejemplificar la nada. Cualquier comparación con un gobernante medianamente eficaz es inimaginable. El nuevo presidente fue incapaz de dotar de estabilidad, rumbo y gobernanza a su país. Sin plan ni agenda, su principal objetivo fue sobrevivir en la Casa de Pizarro, el palacio presidencial, aprovechándose de la corrupción generalizada de la clase política peruana. Para ello debió neutralizar la situación de clara minoría en la que se encontraba en el Parlamento, especialmente después de su ruptura con Vladimir Cerrón, el líder de Perú Libre, el partido bajo cuyas siglas acudió a la elección. Según Fernando Tuesta Soldevilla, “teníamos un presidente sin formación ni liderazgo y sujeto de toda sospecha de corrupción, así como representantes parlamentarios de pésimo desempeño legislativo, entusiastas del control político y, si la prensa hurgara como lo hace con el Ejecutivo, encontraríamos en varios congresistas a candidatos a estar tras las rejas”.
Pedro Castillo ha sido la mejor constatación de que, en muchas ocasiones, votar por el mal menor cristaliza en un mal mayor. Los peruanos huyeron en los años ochenta-noventa del siglo pasado del ajuste neoliberal personificado por Mario Vargas Llosa para caer en los brazos autocráticos de Alberto Fujimori. Al final, no sólo tuvieron un ajuste muy duro, sino también, después del autogolpe de 1992, un régimen autoritario que desembocó en una dictadura feroz y corrupta.
Así, en 2011, 2016 y 2021, para huir del peligro que significaba una vuelta al fujimorismo, la ciudadanía peruana decidió respaldar a candidatos ubicados en las antípodas políticas, aunque en todas las ocasiones la victoria sobre Keiko Fujimori se dio por un margen estrecho de votos. En 2021, también aupado por el extendido antifujimorismo, se impuso Pedro Castillo, el representante de un partido autodefinido como marxista-leninista-mariateguista.
Por si fuera poco, Castillo carecía de la experiencia de gestión, de la capacidad política y de las habilidades y herramientas necesarias para garantizar la gobernabilidad del país. De ahí que en tan solo 16 meses en el cargo, Castillo tuvo cinco gabinetes, integrados por más de 70 ministros. Su pirueta final ha venido a dar la razón a Karl Marx cuando, refiriéndose a otro autogolpista (en este caso con éxito, como Luis Napoleón Bonaparte en 1851), afirmaba que la historia se repite, la segunda vez en forma de comedia. El intento de autogolpe de Castillo ha sido lisa y llanamente una farsa.
Augusto Álvarez Rodrich escribía en La República que “su golpe fue un suicidio político … la desorganización tragicómica del golpe y de la fuga fue, en el fondo, la mayor —y la última— expresión de un gobierno que fue un mamarracho”. Un golpe adornado con las mismas características que han marcado a su gobierno: escasa preparación y constante improvisación. El Comercio de Lima se pregunta “¿por qué Pedro Castillo intentó disolver el Congreso sin tener un plan?” y su respuesta es clara, “acabó su gobierno improvisado con un remate golpista”.
Perú y su crisis estructural
Pedro Castillo es sólo la punta del iceberg de diversos problemas estructurales que afectan seriamente al Perú. En este contexto sólo es previsible la imprevisibilidad, convertida en la nueva norma política. El país carece de un sistema de partidos políticos capaz de canalizar las demandas ciudadanas. En su lugar se encuentra una clase política incapaz de ir mucho más allá de sus intereses particulares y de mirar por el interés general. Los dos anteriores intentos de vacancia que sufrió Castillo fracasaron, no tanto porque el presidente contara con una mayoría parlamentaria sólida, sino porque su destitución supondría la convocatoria de elecciones anticipadas y el riesgo para los diputados, que no pueden ser reelegidos, de perder sus escaños y, por tanto, los ingresos que hoy en día siguen recibiendo, junto con el acceso al presupuesto y las importantes prebendas vinculadas a sus cargos.
El deficiente modelo institucional peruano, que impide la reelección de los parlamentarios y, de hecho, los condena a una escasa preparación, ha conducido al país a un conflicto entre el Congreso, cooptado por una elite política corrupta, y un presidente incapaz de dar estabilidad al país, rodeado de constantes sospechas de corrupción. Un modelo institucional que, como apunta Tuesta Soldevilla, reúne todos los problemas del presidencialismo latinoamericano con todas las deficiencias del parlamentarismo “a la europea”, hasta desembocar en un coctel explosivo que en este caso se ha traducido en seis presidentes en los últimos seis años.
La debilidad de los gobiernos en el poder desde 2016 responde a problemas de liderazgo (más notable en el caso de Pedro Pablo Kuczynski y de Pedro Castillo), pero también a un sistema basado en partidos que representan intereses sectoriales o personales, incapaces de respaldar al gobierno desde coincidencias programáticas o políticas. En su lugar, la norma aplicada desde el Parlamento es el chantaje permanente a los presidentes.
Se trata de un sistema hiperfragmentado, en el cual la polarización y la crispación política (fujimorismo frente a antifujimorismo y derecha frente a izquierda) han convertido al país en un ente claramente ingobernable. El fujimorismo, mayoritario en el Congreso, socavó a Kuczynski hasta conseguir su renuncia. Lo que ha venido después, la extrema división propia de los diferentes períodos legislativos ha provocado situaciones sorprendentes. Una de ellas, vivida en 2020, supuso que uno de los partidos más votados (aunque sin llegar al 10% de los sufragios) fuera una formación vinculada a un grupo fundamentalista religioso radicado en la Amazonía.
El antifujimorismo, un sentimiento transversal de rechazo visceral al régimen de Fujimori y sus herederos, es un poderoso pegamento que, sin embargo, sólo sirve en los períodos electorales y que no permite construir amplias y sólidas bases desde las que asegurar la gobernabilidad. El antifujimorismo se congrega para evitar la victoria del fujimorismo (actualmente representado por Keiko Fujimori) en cada cita ante las urnas y lo hace en torno a candidatos de izquierda (Ollanta Humala en 2011), de centroderecha (Kuczynski en 2016) o de extrema izquierda (Castillo en 2021). Una vez pasados los comicios se diluye el sentimiento antifujimorista y los presidentes electos se quedan aislados y sin respaldo suficiente.
Carlos Menéndez subraya que en el Perú hay un problema político profundo y estructural donde “las identidades negativas (el anti)… generan un problema de representación política. Si los peruanos (como los ciudadanos en otras partes del continente) siguen votando en contra de alguien (y no a favor de un candidato), el vínculo electoral de ‘representación’ que construyen termina el día de la derrota en las urnas del político o partido rechazado. Pero luego, no se generan ni compromisos ni incentivos para continuar apoyando al beneficiario temporal del apoyo. Kuczynski, Vizcarra y Castillo tuvieron el respaldo electoral del anti fujimorismo, pero el anti fujimorismo les abandonó rápidamente”.
Toda esta situación no es gratuita y tiene consecuencias más allá de la vida política. La idea, tantas veces sostenida, de que en el Perú la economía y la política pueden ir por vías paralelas es una teoría que ya muy pocos comparten y que no se sostiene en la realidad. Que el país pueda crecer a ritmos chinos en medio del lodazal político hace tiempo que dejó de ser verdad. Es cierto que el Perú evitó caer en el decrecimiento económico, pero su expansión (en torno al 2%-3% anual) es claramente insuficiente para canalizar las demandas sociales. Además, el fantasma de la inseguridad jurídica (Castillo promovía una reforma constitucional y tenía un claro sesgo antiminero, antiextractivista, en sus políticas públicas) alejó la posibilidad de atraer nuevas inversiones extranjeras.
Luis Pasara señala acertadamente que “el país continúa profundizando una crisis que, de ser política, se ha contagiado a la economía debido a la falta de crecimiento de la inversión y un posible decrecimiento de la producción minera, asediada por conflictos sociales que no encuentran en el Estado una instancia eficiente de resolución. En la encuesta de IPSOS, casi tres cuartas partes de quienes respondieron (73%) estima que la economía está peor que hace 12 meses y 69% considera que la gestión gubernamental afecta negativamente la economía y el empleo”.
La debilidad perenne de los gobiernos de Perú ha provocado que desde la década de 1990 no se impulsen nuevas reformas estructurales, lo cual ha lastrado a una economía que es menos competitiva, menos productiva y basada en la informalidad. El BBVA apunta en un informe reciente que la falta de reformas explica la alta probabilidad de que la economía peruana caiga en una trampa de bajo crecimiento y débil generación de empleo. Se está ante una probabilidad mayor que la de una recesión, ya que “el bajo crecimiento es resultado de la debilidad de la inversión, políticas públicas de baja calidad y del rápido deterioro institucional. Para revertir esta situación se requiere recobrar la confianza del sector privado y de medidas que permitan impulsar la productividad”.
Como dijo recientemente una misión de la OEA que visitó el país para tratar de mediar en la pugna entre Castillo y el Congreso, y como también ha subrayado la nueva presidenta, Dina Boluarte, el Perú necesita a corto plazo una tregua política que ponga fin a un sexenio de ingobernabilidad y polarización como base desde la que construir el diálogo. Nada garantiza que el país alcance la estabilidad, pero la premisa es la tregua y el diálogo.
Finalmente, el autogolpe fracasado de Pedro Castillo lanza un doble mensaje. Positivo porque muestra que las instituciones democráticas, pese a sus deficiencias, funcionan, tienen capacidad de acción (el Congreso) y cuentan con el respaldo de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Además, el apoyo popular y de la opinión pública hizo evidente la soledad del presidente, que se lanzó a la aventura sin el suficiente respaldo ciudadano ni de los medios de comunicación. La contracara negativa es que lo ocurrido en el Perú anuncia un tiempo de amplia y quizá generalizada crisis de gobernabilidad y de las democracias en una América Latina que ve cómo emergen gobiernos dictatoriales (Nicaragua) y autoritarios (El Salvador), así como nuevas alternativas populistas y de corte bonapartista que se nutren del extendido malestar ciudadano y se alimentan de un ambiente de crispación y polarización.
Evitar que esa tendencia se expanda requiere, tanto en el Perú como en otros países de la región, grandes acuerdos y consensos sociales e interpartidarios muy difíciles de lograr. Sin embargo, son necesarios para acometer las reformas necesarias para reforzar la institucionalidad, dotar a la justicia de herramientas para combatir la corrupción y posibilitar la formación de partidos estructurados, de ámbito nacional, y menos vinculados a liderazgos personalistas. También se precisa reformar el sistema político para que incentive la gobernabilidad y aporte seguridad jurídica. Habrá que ver si la nueva presidenta, Dina Boluarte, es capaz de poner en orden todas las piezas de un sistema realmente endiablado.
Artículo publicado por el Instituto Real Elcano