María Corina Machado, heroína por sí misma, entre las “mujeres históricas, de terquedad sin fin” de Gabriel García Márquez, está inhabilitada para ejercer funciones públicas por 15 años, según nota de la “contraloría” (que acata órdenes de aquel a quien debe controlar). En consecuencia, no puede ser candidata a ningún cargo en los próximos tiempos (después, ya se verá!). Es, pues, víctima de una práctica seguida por dictadores y demócratas para descartar adversarios en elecciones inevitables. La decisión, sin embargo, motiva consideraciones de interés acerca del camino a emprender para alcanzar la realización efectiva del destino democrático de la nación.
La decisión de la “contraloría”, esencialmente antidemocrática, es claramente inconstitucional. El derecho a ser elegido (sufragio pasivo) es propio de las sociedades democráticas y permite el ejercicio real de la soberanía popular. La Constitución de 1999 dispone que sólo se suspende (como pena accesoria) a quien haya sido condenado a presidio o prisión (por tanto, por decisión judicial firme) durante el cumplimiento de la condena (o sea en forma transitoria). Normas similares contempla la Convención Americana de Derechos Humanos. Establece, igualmente, la constitución que no pueden optar a cargos de elección popular quienes hayan sido condenados (por un juez en sentencia definitivamente firme) por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones y otros que afecten el patrimonio público, a partir del cumplimiento de la condena y por el término que fije la ley (hasta 5 años de acuerdo con la gravedad del delito). No requiere el asunto esfuerzo interpretativo.
La inhabilitación causada por motivos políticos es vieja en la historia. Los griegos aplicaban el ostracismo (destierro de los ciudadanos peligrosos) que se traducía en la imposibilidad de ejercer funciones públicas. En Venezuela apareció en la enmienda constitucional de 1973, según la cual, no podían ser elegidos a las más altas magistraturas los “condenados mediante sentencia definitivamente firme, dictada por tribunales ordinarios, a pena superior a tres años, por delitos cometidos en el desempeño de funciones públicas, o con ocasión de éstas”. Inhabilitación absoluta, provocada por el temor del regreso del dictador derrocado en 1958. Esa norma pasó a la constitución de 1999. La Ley Orgánica de la Contraloría General atribuyó al titular del organismo (que no es un juez) la facultad de imponer la inhabilitación sin cumplir con las formalidades exigidas por la constitución, lo que vicia esa disposición de inconstitucionalidad absoluta. Por tanto, no puede ser aplicada.
La medida tomada contra la fundadora de Vente Venezuela no busca sentar un precedente moralizador. En primer término, porque no ha cometido delito, probado en juicio penal, que pueda atribuírsele. La nota informativa señala que una “investigación patrimonial” muestra “errores y omisiones” en las declaraciones juradas de patrimonio e «irregularidades administrativas» cuando fue diputada. Agrega que ella atenta “contra el Estado de Derecho, la paz y la soberanía» y apoya el “bloqueo económico” y las sanciones económicas. En segundo lugar, porque si aquella fuera la intención, ya “el contralor” habría dictado sanciones contra la casi totalidad de los altos funcionarios y dirigentes al mando sobre la república, quienes exhiben con descaro y pregonan la riqueza recientemente adquirida. Ninguno ha sido objeto de inhabilitación, reservada para quienes han caído en desgracia o tienen la posibilidad de poner en peligro la permanencia ilegítima en el poder del grupo mencionado desde hace décadas.
Hace mucho tiempo la “sombra” del chavismo, segundo en la jerarquía, sin posibilidades de sustituir al original, declaró en forma pública y clara que “ni por las buenas, ni por las malas” los opositores “nunca volverán a gobernar”. Es privilegio de los “revolucionarios”. Recientemente (9.6.23) precisó: de ninguna forma “nos vamos de acá nosotros”. En realidad, no hacía sino glosar, en interpretación amplia, las palabras –y el pensamiento– del caudillo, que tiempo atrás había confesado, desafiante, que “su revolución era pacífica, pero armada”. Advirtió así que para cumplir sus objetivos el nuevo poder podía apelar a la violencia del Estado (lo que efectivamente hizo); y que –por si alguien tenía dudas al respecto– había llegado para quedarse (sin especificar fecha de salida) sostenido por las armas, en las tareas represivas. La inhabilitación de un candidato se inscribe, pues, dentro de un propósito: evitar una amenaza a la estabilidad del régimen.
El régimen ha enfrentado con preocupación las elecciones presidenciales. Sabe que, en Venezuela, son definitorias (como los referendos en países muy divididos); y por tanto ocasión para el desenlace de crisis políticas y la pérdida del poder. Sobran ejemplos en el mundo (lo supieron tarde Alfonso XIII en 1931 y Augusto Pinochet en 1989). No son escasos en nuestra historia (en el origen de los cambios de 1858, 1945 y 1958). El chavismo ha tratado de controlarlas a través de manejos fraudulentos. No fueron limpios los triunfos de Hugo Chávez, obtenidos con ventajismo y presiones sobre los votantes y la complicidad de organismos parcializados. Menos los de Nicolás Maduro: en 2018 adelantó los comicios y tomó medidas para asegurar un resultado que pocos gobiernos reconocieron. Porque el chavismo se había apartado del desprestigiado modelo soviético (vigente en Cuba) y optado por la realización de procesos con cifras previamente establecidas.
Por sus orígenes familiares, Nicolás Maduro conoce la historia colombiana. De uno de los presidentes de la llamada “hegemonía conservadora”, a quien mucho interesaban las formas, aprendió cómo cumplir –con provecho propio– con la “letra” constitucional: “Las elecciones no cuentan. Claro que se realizan, pero ya se sabe: las elecciones se ganan”. Y en efecto, se ganaban, aunque los métodos para obtener buenos resultados no eran democráticos: compra de votos, censura de prensa, represión de la oposición, eliminación de candidatos: el último de los mandatarios de ese periodo fue elegido sin contendiente. Pues bien, Nicolás Maduro, guiado por un psiquiatra experto en la materia, ha realizado las elecciones previstas (incluso, inventó unas constituyentes) y el organismo electoral lo ha proclamado ganador (lo mismo que a su partido); pero, en ninguna ocasión ha convencido de su triunfo al pueblo venezolano ni a la comunidad internacional que le ha negado su reconocimiento.
El problema fundamental, sin embargo, no es electoral. El pueblo ha votado repetidamente contra el régimen (lo que no siempre se ha reflejado en los resultados “oficiales”). En realidad, no trataba de elegir un nuevo liderazgo, nunca consolidado, sino manifestar su desacuerdo con la orientación y resultados de la “revolución”. También permanentemente ha salido a la calle para protestar. En esos eventos han caído centenares de personas. Miles han ido a la cárcel por expresar su opinión. Pero, todas esas acciones (incluso, la creación de un “gobierno interino”) no han logrado producir un cambio político, lo que causa asombro entre analistas o estudiosos. Rechazado por la mayoría de la población, acosado por la crisis pavorosa que provocó, sometido a sanciones económicas, aislado en la comunidad internacional, acusado ante varios tribunales del mundo y abandonado y denunciado por gran parte de los seguidores del chavismo inicial aún se mantiene. ¿Por qué?
Para muchos la respuesta parece evidente: la oposición no ha sabido construir una alternativa válida, con fuerza para imponerse y superar las maniobras del régimen. Ni siquiera el gobierno interino que instaló la asamblea nacional (elegida en 2015), reconocido por más de 50 países, intentó hacerlo. Conviene señalar que hasta ahora no se ha dado el primer paso: ofrecer un programa sencillo y comprensible, que resuma en pocas palabras las aspiraciones fundamentales de la sociedad. Como independencia e igualdad en el siglo XIX y la paz, la modernización y la democracia en el siglo XX: gobernaron quienes lo comprendieron y los encarnaron (curiosamente, pocas veces conforme a la ley). Lo ignoran los actuales dirigentes de la oposición? Actúan como si así fuera. Eso explica un extraño fenómeno de estos tiempos: el apoyo popular al “madurismo” es muy bajo (alrededor del 10%); pero el de los grupos de relevo no es mayoritario.
La magnitud de los males y la urgencia de la acción llevaron a la oposición a buscar soluciones en aventuras, bien intencionadas, pero mal pensadas y ejecutadas. No provenían de una reflexión nacional. Se creyó que bastaba unidad de fuerzas o la escogencia de un líder único. Convenientes –no indispensables– no son suficientes para producir el cambio. Se requiere, para obtener la confianza popular, como en 1815 o 1928, definir objetivos y obstáculos, señalar las estructuras y grupos a desplazar y precisar el camino a seguir con fuerzas decididas a crear un país nuevo. Mensaje y voluntad real de futuro.
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