La escritora adentra en el alma de sus personajes asumiéndolos fraternos, motivo por el cual estoy convencido recorrió como la demonio que es la sabana donde los buitres supieron del fallecimiento de su entrañable personaje Don Ignacio:

«[…] Dejaron al difunto cerca del cementerio, el ataúd estaba envuelto en una bandera color púrpura y, sobre ella, una boina de igual color […]» (p. 09)

Sin aspavientos intelectuales ni experimentaciones lingüísticas narrada, la novela Buitres en la sabana de Marisol Marrero no intenta cosa distinta que transmutarnos hacia el escabroso presente perpetuo que luce antepasado del sentimiento trágico del venezolano. Se presenta contestataria a partir de sucesos ficticios en la plenitud del hiperrealismo que experimentamos los desasistidos de humanismo. Su personaje central Flavio asevera que el difunto odió y proscribió. Si pretende, explícitamente, que luzca «novela política» es porque tiene rasgos policíacos.

Un grupo letal e invasor masacró la ganadería del ultrajado Don Ignacio, a quien no sirvió implorar a Dios la salvación de su patrimonio y vida. Su tragedia es la espectacularmente universalizada en las Redes de Disociados en todo el mundo:

«[…] Se quedó para siempre vigilando cómo crecía la muerte en la sabana, donde una bandada de zamuros recorría los pastos como un mal sueño […]» (p. 10)

Los discursos de los personajes son alegóricos a veces, en otras ocasiones lapidarios en un ámbito donde –por antojo de de vándalos- ya nadie es bienvenido en su territorio: sino vejado, atormentado y expropiado. Es decir: «inferiorizado». El Musiú Abelardo, presente en el ceremonial funesto, así lo testimonia:

«[…] En este mundo ya no hay lugar para mí, los buitres devoran la sabana […]» (p. 10)

Marrero contó la historia meciéndose en una hamaca de su cabaña en la Colonia Tovar, presumo. Eso sentí mientras la retomaba con cada alumbramiento. Nunca pregunto detalles baladíes a los autores que conozco personalmente y leo: es ilícito hacerlo. Empero, las tragedias también pueden celebrarse de acuerdo a tradiciones llaneras-venezolanas: con licores, arpas, cuatros, guitarras, maracas y coplas:

«[…] Andan diciendo/que por ser vieja y usada/la ley de oferta y demanda/debe ser toda cambiada […]» (p. 11)

En la trama de Buitres de la Sabana las celebraciones son épicas, porque gloriosas somos todas las víctimas de los exterminadores que [sin permiso o previa notificación] proceden cruelmente en perjuicio de individuos impávidos.

La hacedora defenestra mediante los recuerdos de quien fue Don Ignacio, pero su avocamiento discursivo-narrativo está enfocado en ella [Primera Pontifex] y Flavio [Interlocutor]: plena de un criollismo dramático-erótico que igual desolador y amargo. A quien plazca la filmografía, no desencantará leerla:

«[…] Las vacas se aquietan con las notas de la guitarra, y el canto las apacigua. Se ponen más obedientes y sumisas para dejarse ordeñar […]» (P. 132)

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