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Marcos el Sanguinario y Hugo el Exterminador: vidas paralelas en la Venezuela resistente al aprendizaje

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Una de las obras cumbres de la literatura grecolatina de las dos primeras centurias de nuestra era la constituye aquella suma de biografías comparadas conocida como Vidas paralelas; una obra escrita por Plutarco con propósito moralizante pero que ha ejercido una enorme influencia sobre innumerables pensadores, durante los casi dos milenios transcurridos desde entonces, gracias a la perspectiva tan particular que ofrece para la comprensión del carácter de importantes personajes de un mundo que, pese a sus constantes conflictos y a los sucesivos cambios en el equilibrio entre sus mayores núcleos de poder, fue considerado en conjunto y durante siglos la cúspide de la «civilización», como en efecto lo fue en algunos sentidos.

En todo caso, más allá de los aspectos muy específicos que se destacan, con ese propósito, en cada uno de los pares de tales biografías, no resultan tan evidentes los criterios que guiaron la selección de las parejas, máxime porque la crucial parte de esa obra en la que se analiza las vidas de los primeros emperadores romanos —si, como lo sugieren tantas fuentes creíbles, en verdad esta existió— se perdió en el laberinto de la turbulenta historia de los años que siguieron a la muerte del citado autor, probablemente en el transcurso del largo período oscurantista que hoy conocemos como Edad Media. No obstante, y haciendo a un lado toda consideración acerca del «romanticismo» con el que quizá juzgó a los protagonistas de sus biografías, cabe imaginar que no supuso para él una gran dificultad la tarea de emparejamiento en el caso de las de los tiranos —puntualización necesaria por el hecho de que no todas esas biografías son de figuras de semejante índole—, puesto que todos ellos —los del antes y los del después de la propia vida de Plutarco—, sin excepción y, por tanto, indistintamente de las diferencias entre sus contextos y circunstancias personales, han compartido los mismos rasgos psicopáticos, sobre todo la ausencia de culpa y remordimiento por sus criminales y crueles acciones.

En la Enciclopedia médica de la National Library of Medicine de Estados Unidos, verbigracia, se indica que las personas con trastorno de personalidad antisocial, del que la personalidad psicopática, según diversas autoridades del ámbito de las ciencias de la salud, es su máxima «expresión», tienden a ser joviales, encantadoras y buenas para la adulación y para la manipulación de las emociones de los demás, a quebrantar con frecuencia la ley —esto es, la que se fundamenta en los derechos fundamentales, por cuanto no son éticas las tiránicas «leyes» que los violan—, a descuidar su seguridad y la de los otros, a desarrollar adicciones, a mentir, robar, pelear y enojarse a menudo, a ser arrogantes y, como ya se señaló, a no sentir culpa ni remordimiento; es decir, a lo que, en su totalidad o casi por completo, conforma el conjunto de las características predominantes de todos los opresores de la historia conocida de la humanidad, y para comprobarlo solo basta con revisar algunos registros confiables sobre las actuaciones de un puñado de ellos elegidos al azar.

A primera vista podría lucir como un despropósito la sugerencia de paralelismos entre personajes en apariencia disímiles, como Augusto y Nerón, Enrique VIII y Napoleón Bonaparte, o Adolf Hitler y Fidel Castro, pero la realidad es que tras la bruma de las supuestas diferencias entre sus creencias y valores subyacen las mismas inclinaciones hacia la más ruin criminalidad; la misma que cada uno de ellos, como el resto de los sociópatas o psicópatas con poder, públicamente racionalizó e institucionalizó a su manera, o en otras palabras, por conducto de ideologías o dogmas «distintos» en la superficie pero conducentes, a través de sus tortuosas entrañas, al mismo abismo de opresión y muerte en el que miles de millones de seres humanos han padecido y perecido a lo largo de milenios.

Lo único distinto entre los tiranos de todas las épocas ha sido, de hecho, su forma de camuflar e instrumentalizar recursos materiales e inmateriales para la opresión que ha estado siempre al servicio del mismo fin: el poder.

Así, teocracia, absolutismo, Inquisición, caudillismo, nacionalsocialismo, socialismo/comunismo, economía planificada y otros sistemas de gobierno, instituciones, modelos económicos o «ideologías» han sido solo ficciones creadas para despertar el fervor de no pocos incautos que, de este modo, se han convertido en los ciegos constructores de su propia prisión; la misma de la que es implacable carcelero el miedo que sigue al duro despertar en la sombría pesadilla que se ha repetido una y otra vez desde el surgimiento de la primera sociedad.

Este es el marco en el que deben analizarse todas las tiranías, en especial las de los dictadores de los últimos cien años, de los que no son diferentes Marcos Pérez Jiménez y Hugo Chávez, que con la mayor precisión pueden ser descritos por medio de los rasgos arriba sintetizados.

Algunos podrían argumentar en contra que, por ejemplo, a diferencia de Chávez, que inició el proceso de sistemática destrucción del país que de manera tan efectiva han continuado sus sucesores, fue el primero un verdadero patriota y amante de la sociedad venezolana porque impidió que a Venezuela se le arrebatase una parte de su territorio y emprendió la construcción de una gran cantidad de obras públicas, pero lo cierto es que ninguno de los dos lo fue ni amó a su pueblo, ya que sus acciones solo constituyeron el mezquino proceder que cada uno concibió para tratar de perpetuarse en el poder y que, de cualquier modo, giró en torno a la misma persecución practicada en todas las tiranías, de todos los tiempos, para erigir el temor en sostén del opresor sistema de turno.

Un sinfín de escabrosos detalles de la violencia, la tortura, el crimen perpetrado a sangre fría para amedrentar, silenciar y «limpiar» en los regímenes de ambos —y que desde la muerte del segundo, de acuerdo con las Naciones Unidas, no solo se han incrementado, sino que además han alcanzado impensados niveles de perversidad—, están bien documentados y son ampliamente conocidos hoy, desde la aplicación de descargas eléctricas en los genitales y la remoción de mamas hasta violaciones de mujeres y hombres, pero si esto no sirve para convencer, entre otros, a la miríada de tontos útiles venezolanos que aún ven en el «hombre fuerte» y «efectivo constructor» la solución a sus problemas y la vía al desarrollo, tal vez si pueda hacerlo una atenta mirada a lo que fue la verdadera visión en las «sombras», sobre el papel de la sociedad, de uno como Pérez Jiménez; el papel de mera receptora de «gracias», sin formación para aquel auténtico desarrollo que tan bien definió el ganador del premio Nobel de Economía, Amartya Sen, a saber, como la suma de unas capacidades que no son otras que las libertades fundamentales.

En la historia de los albores del actual Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, creado en la dictadura perezjimenista como Instituto Venezolano de Neurología e Investigaciones Cerebrales, se resume como en ninguna otra obra de ese período tal visión, por cuanto no fue este un proyecto pensado para el bienestar de los venezolanos, a través del fortalecimiento de una cultura emancipadora, sino la individual iniciativa de Humberto Fernández Morán con la que este solo pretendió cultivar su prestigio personal, al margen de las verdaderas necesidades de la nación, y que el dictador decidió financiar para que le sirviera de fachada al programa nuclear que quiso desarrollar con fines militares.

No hubo en ese instituto programa alguno de formación de talento nacional para el sustantivo mejoramiento de las capacidades científicas y tecnológicas del país y su vinculación con el desarrollo de toda la sociedad venezolana. Ello se inició con su refundación, ya en democracia, gracias a la visión de un verdadero patriota: Marcel Roche.

Lo cierto es que a los tiranos no les importa el bienestar de sus pueblos. Es esa la cruda realidad y no hay excepciones, aunque barnices como el que extendió Pérez Jiménez sobre Venezuela hagan creer lo contrario, y si eso no lo termina de entender la sociedad venezolana, no habrá para ella verdadera libertad ni, en consecuencia, ese desarrollo al que únicamente se comenzó a aproximar en sus lejanos años de democracia.

@MiguelCardozoM

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