Por Fabián Bosoer/Latinoamérica21
Murió el último gran ídolo popular argentino del siglo veinte, Diego Armando Maradona, el rey del fútbol que asoció su nombre al de su país en todos los rincones del mundo: una “marca registrada” de la Argentina. Fue la “crónica de una muerte anunciada” -no por eso menos imprevista- porque hace tiempo venía transitando la cornisa entre la vida y la muerte, por la adicción de drogas, alcohol y medicamentos, lejanos ya los tiempos del deportista que deslumbró a multitudes en los estadios y campeonatos, desde sus orígenes modestos y plebeyos hasta su consagración internacional con todos los honores y reconocimientos.
Tras ganar el campeonato mundial juvenil en 1979, a los 19 años, con la selección argentina y triunfar dos años después en Boca Juniors, inició un periplo europeo que lo llevó al Barcelona (1982-84), el Nápoles (1984-91) y el Sevilla (1992-93). De regreso a Argentina jugó en Newell’s Old Boys y en Boca antes de retirarse en 1997. Con la selección argentina participó en cuatro mundiales y se alzó con la Copa y el título en el de México (1986), en el que tuvo una inolvidable actuación. Allí fue el partido con Inglaterra, tal vez el más recordado de su carrera por los dos goles que le dieron la victoria, que pasaron a la historia como “el gol del siglo” y el de “la mano de Dios”, y por las implicancias extra-futbolísticas de esa contienda, a cuatro años de la guerra de Malvinas (1982) todavía con las heridas abiertas. En numerosas ocasiones, Maradona fue eso: el artífice de una recuperación del orgullo nacional.
El genial jugador de balompié y el muchacho de barrio que ganó fortunas devino un referente de tantas otras cuestiones, un ícono del “mundo fútbol” con toda la parafernalia que mueve a su alrededor y la farándula de la “pantalla caliente”; del espectáculo desde el que pareciera posible representar y explicar a la realidad misma en sus más variadas expresiones.
Superlativo, inigualable, pícaro e irreverente, polémico, controvertido, caprichoso, desmesurado, siguió participando de la escena pública tras su retiro del campo de juego: como director técnico y entrenador, como comentarista o estrella de televisión. Como actor de su propia historia, con sus juergas e infidelidades, amores y enojos. De esa última etapa se recordará su adhesión a las izquierdas populistas latinoamericanas representadas por Hugo Chávez y Lula y por su simpatía hacia Néstor y Cristina Kirchner. El hombre que encarnó al personaje y lo cargó sobre sus espaldas hasta donde pudo, dijo “basta” este 25 de noviembre a los 60 años. Una catarsis colectiva de tristeza y desconsuelo produjo su despedida. Catarsis, desconsuelo y revelación.
Porque al desaparecer el Maradona terrenal, de carne y hueso, se revela y cobra vuelo propio el Maradona mito y leyenda; nacional y universal, transversal y policlasista, que atraviesa las “grietas” y unifica las camisetas. Hay ahora un Maradona para cada uno. Donde poner los mejores recuerdos de nuestras vidas, los sueños y alegrías. Y las esperanzas y promesas de “redención”.
Desde el fútbol a la política, y desde las más remotas aldeas a las grandes ciudades de la aldea global, se representa en su figura -en su surgimiento, ascenso, apogeo y declinación- el destino heroico -y a la vez trágico- de los gladiadores. Esos luchadores que representaban las grandes batallas en la arena del circo romano y también entretenían al pueblo y ofrecían a los espectadores un modelo; al combatir o morir con dignidad, podían inspirar admiración y reconocimiento popular. El Gladiador de Russell Crowe, película que cumplió veinte años este 2020 neomedieval, es un auténtico guerrero convertido en esclavo, que se libera del yugo al que fue sometido ofrendando su vida.
“Nos hacía sentir que era el gladiador argentino ante el mundo. Nos llenó de alegrías, así actuaba. Fue un hombre que nos dio enormes satisfacciones como pueblo», dijo de él el presidente Alberto Fernández. The New York Times resumió en cuatro líneas la noticia del deceso: “El argentino que se convirtió en uno de los grandes jugadores de fútbol murió a los 60. Su leyenda fue estropeada por su adicción y excesos”. El politólogo y asesor presidencial Marcelo Leiras replicó en un tweet: “Lo que es no entender nada”: la leyenda no fue estropeada, resiste sus manchas y opacidades.
Las resiste, pero a veces también las tapa e incluso la justifica. Ese es el drama argentino: qué es lo que se ve en ese espejo de la argentinidad que encarnó Diego Armando Maradona: la historia real con todos sus claroscuros, los mitos populares y las leyendas y narrativas que construimos sobre él. Todos registros igualmente valederos y representativos de nuestra cultura.
El problema es cuando se confunden realidades con ficciones, defectos con atributos, hazañas con frustraciones. Maradona, recién ahora, descansa en paz. Pudo tener su definitivo responso en la intimidad del ámbito familiar que la fama hace mucho le había sustraído y no llegó a recuperar y disfrutar en vida. Mientras tanto, allí afuera, la Argentina toda lo llora y el mundo lo recuerda en sus momentos de gloria. No pudo tener el funeral multitudinario y en paz que el Gobierno había improvisado en la Casa Rosada, buscando emular el de Néstor Kirchner diez años atrás. Todo terminó penosamente, empañado por disturbios, barrabravas, corridas con gases lacrimógenos y duros cruces políticos que devolvieron esa otra imagen de la que Maradona fue imagen, y víctima: excepcional talento individual e incomprensibles desarreglos colectivos.
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Fabián Bosoer politólogo y periodista. Editor jefe de la sección Opinión del Diario Clarín. Profesor e investigador en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y profesor invitado en UADE y FLACSO. Autor de: Braden o Perón. La historia oculta y Detrás de Perón, entre otros libros.
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