El siglo XIX verá el surgimiento de los manuales de urbanidad dirigidos, principalmente, a sembrar entre los venezolanos valores y principios de los que estaba urgida la naciente república; instrumentos críticos de los vicios del hombre e inspiradores de las virtudes ciudadanas, fundamentales para sembrar las buenas costumbres entre una sociedad necesitada de cultura, por demás, bastante heterogénea. Se trata de manuales que, como afirma el historiador Elías Pino Iturrieta, “transmiten las recetas de la formalidad y los requisitos de la etiqueta”. Tomás Antero escribe sus Conversaciones familiares entre un padre y su hijo sobre la vida del hombre (1840), Feliciano Montenegro y Colón publica las Lecciones de buena crianza, moral y mundo, o educación popular (1841) y Amenodoro Urdaneta el Libro de la infancia por un amigo de los niños (1865), solo por citar algunos, pero ninguna obra alcanzará la celebridad e influencia nacional y continental del Manual de urbanidad y buenas maneras, para uso de la juventud de ambos sexos, publicada en Caracas, el año 1853, por el músico y pedagogo Manuel Antonio Carreño.
En efecto, ningún otro texto de urbanidad ha merecido más ediciones, y su título retumbado en los oídos de generaciones que este manual cuyas lecciones y consejos pretenden modelar el comportamiento ejemplar de hombres y mujeres, inculcándoles deberes para con Dios, la sociedad y ellos mismos, al tiempo que señalándoles cómo conducirse en lo personal, la casa, familia y sociedad. Se afirma que al morir Carreño, en 1874, su libro contaba con más de veinte reimpresiones; de hecho, todavía hoy, sigue imprimiéndose.
En Carabobo también encontraremos textos de urbanidad que bien valen la pena recordar. En Valencia, el doctor Manuel Atanasio Menéndez, quien al menos desde 1850 estuvo al frente del gobierno superior político, publica el Manual de la buena compañía, o el amigo de la civilidad, de las consideraciones, del buen tono y de la decencia (1851) que se imprime en la Imprenta Nueva de N. Carrasquero. La Honorable Diputación Provincial de Carabobo aprobaría el informe elaborado por una comisión encargada de revisar el texto, que encontró que el manual “contiene no solamente todo lo necesario para la educación de los niños que deben enseñarse en las escuelas; sino que también es de grande utilidad para los jóvenes, y aun para los viejos” al exponer con claridad, según el decir de sus miembros, la práctica que en la urbanidad social y religiosa debe seguirse. Es así como aquel cuerpo acuerda que el texto fuera adoptado para la enseñanza en todas las escuelas de ambos sexos de la provincia. De la civilidad y sus ventajas, las ideas generales y particulares sobre la decencia, la decencia conceniente al bello sexo, sobre el decoro religioso, los preceptos de la decencia y la decencia epistolar conforman las partes de este interesante libro, hoy prácticamente desconocido, en el que su autor a lo largo de 134 páginas privilegia la civilidad que “dá gracia a todas las virtudes, las hace amables, inspira el deseo de practicarlas”.
En Puerto Cabello, el periodista, editor e impresor Juan Antonio Segrestáa también entiende la importancia de estos textos moralizantes, esta vez, enfocándose en el núcleo familiar como génesis de la educación e instrucción. No es casualidad que en colaboración con Miguel Picher traduzca y edite La Familia, lecciones de filosofía moral (1862) del francés Pablo Janet; mientras que las traducciones españolas aparecen en 1874, a cargo de Eusebio Blasco, y la de Luis Marco, dos décadas más tarde (1897), sorprende esta temprana traducción del editor porteño. Recordemos que Segrestáa es un filántropo, en ocasiones embarcado en proyectos quijotescos. Un suelto en la prensa de aquellos días, señala: “La utilidad que el señor Segrestáa se propone sacar de su publicación, como industrial, la deduce de la importancia social del libro que traduce, esto es, de la utilidad que piensa obtener como buen ciudadano. Y demuestra que el señor Segrestáa sabe buscar el medio de conciliar su interes particular con el bien de todos…”. En abril de 1862, el Departamento de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública capitalino designa al doctor Gerónimo E. Blanco y al señor Luis Sucre, a fin de examinar la obra y recomendarlo a los gobiernos locales como texto de lectura en las escuelas. Así, el texto será adoptado como libro de lectura para las escuelas públicas por varios concejos municipales de la república.
Sin embargo, el manual de urbanidad más importante publicado en tierra carabobeña -e indudablemente el de mayor popularidad, después del texto de Carreño- fue El consejero de la juventud, del político e historiador Francisco González Guinan, que aparece en 1878, salido de la imprenta de La Voz Pública. Este manual escrito para el uso de las escuelas primarias pronto contará con el favor de la crítica nacional y fuera de nuestras fronteras, “por los tesoros de sana moral que encierra y por la belleza y sencillez de su estilo, puro y castizo, obra que en cada una de sus preciosas páginas exalta la virtud y abate el vicio”. En 1879, por órdenes del Ilustre Americano se adopta como texto de lectura para las escuelas federales a lo largo del país, instándose a los jefes civiles y militares de los estados y municipalidades a su utilización en las escuelas primarias. El consejero de González Guinán, contrario al Manual de Carreño, no constituye un catálogo de buenas maneras, sino más bien un brevario en lenguaje llano sobre los vicios (soberbia, indolencia, insolencia, vagancia, etc.) del mal espíritu y las virtudes (amor al estudio, la abnegación, la caridad, el buen carácter, etc.) tan necesarios para conducirnos en la vida. Ambos libros, en cierta forma, son complementarios.
La popularidad alcanzada por el texto de González Guinán fue tal que hacia 1926, se publica en Barcelona (España) la décima octava edición, editada por la Librería Española. A pesar de su gran difusión y uso en la instrucción primaria del decimonónico, pareciera que para la segunda década del siglo pasado comenzaba a eclipsar, por lo que ese mismo año el autor escribía al Ministro de Instrucción Pública, Rubén González, solicitando al presidente Gómez la declaratoria de texto vigente para la educación. Un texto, que a pesar de su vetustez, no pierde vigencia, especialmente, en estos días. Vale la pena hojearlo.
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