En el actual orden mundial, donde la geopolítica se rige por el pragmatismo y el relativismo, resuena con fuerza la invitación de Ratzinger a la comunidad internacional de «vivir como si Dios existiera». Esta propuesta se presenta hoy como un desafío profundo y contracultural.
En un mundo donde la fe ha sido confinada al ámbito privado y subjetivo, recuperarla como un referente trascendente implica mucho más que una mera afirmación personal: significa reinstaurar la dimensión de la verdad y la ética en las decisiones internacionales. En este contexto, Dios no actúa como un actor político directo, sino como el fundamento de una visión del mundo donde la justicia, la dignidad humana y el bien común no sean valores negociables.
La voz de las encuestas
Esta reflexión cobra aún más relevancia ante los datos presentados por el Pew Research Center hace pocos días. La firma de investigación ha documentado un fenómeno cada vez más evidente: las personas se declaran más espirituales, pero al mismo tiempo se distancian de la religión organizada.
En Estados Unidos, el cambio es drástico. Menos de la mitad de los jóvenes entre 18 y 29 años se identifican como cristianos (solo 45%), mientras que casi el mismo porcentaje no tiene ninguna afiliación religiosa (44%). En contraste, 78% de las personas mayores de 65 años se mantienen fieles a la identidad cristiana. Este cambio generacional revela una fractura profunda en la transmisión de valores y creencias compartidas.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En España, solo 55,4% de la población se declara católica, pero menos de 20% practica activamente su fe. Los agnósticos, ateos y no religiosos representan ya 39,9% de la sociedad. En Hispanoamérica, países tradicionalmente católicos como México, Argentina y Colombia muestran un crecimiento significativo de personas sin afiliación religiosa, mientras que, en Uruguay, casi 40% se declara sin religión.
¿Por qué ocurre esto? Porque el mundo ha dinamitado su sistema de creencias común, el mismo que sirvió como cemento de la cultura occidental: la tradición de Jerusalén, Atenas y Roma. En su lugar, ha surgido un mosaico de nuevas sectas políticas y culturales: el progresismo, lo «woke», los colectivos, los nacionalismos y un largo etcétera. Esta fragmentación del pensamiento y la espiritualidad no surge como un rechazo a la espiritualidad per se, sino como un cambio hacia un individualismo espiritual extremo, donde cada persona crea su propio sistema de creencias. Sin embargo, esta tendencia tiene consecuencias profundas. Al abandonar una cosmovisión trascendente, en la que la dignidad y el propósito humano dependen de un orden superior, muchas personas terminan situando la fuente de la verdad y el bien en sí mismas.
Un mundo sin brújula
La consecuencia de esta espiritualidad sin ancla es un mundo sin brújula. Al perderse la fe compartida y desvincularse la razón de la fe, el sentido de la vida se convierte en un sentimiento subjetivo y privado, incapaz de ofrecer una visión colectiva del presente y del futuro.
Esta realidad lleva a una paradoja peligrosa: en lugar de encontrar la libertad y el propósito, el individuo moderno se encuentra aislado, cargando el peso de su propio significado. Al no reconocer nada superior a sí mismo, cada persona se convierte en un pequeño dios, creando su propio mundo, pero sin el ancla de una verdad trascendente. El resultado es una convivencia internacional donde impera lo multipolar, lo fragmentado y la ley del más fuerte.
Sin una fe compartida y vinculada a la razón, las nociones de democracia y derechos humanos se convierten en meras construcciones sociales, sujetas a los vaivenes de la opinión pública y del poder político. En lugar de principios universales, nos encontramos con valores intercambiables, ajustables a las necesidades del momento y a las estrategias de poder.
En definitiva, el alejamiento de las religiones tradicionales hacia una espiritualidad individualista no acerca al ser humano a Dios, sino que lo lleva a crear un dios a su propia medida. Joseph Ratzinger señala cómo esta desvinculación de la fe y la razón convierte la religión en un asunto meramente subjetivo, negando su influencia en la esfera pública y política. En este contexto, Dios deja de ser un actor activo en el orden mundial no porque haya desaparecido, sino porque la humanidad ha optado por una visión reduccionista de la realidad, donde la verdad se fragmenta y la moral se relativiza.
Incluir a Dios como actor en la geopolítica no significa imponer una teocracia, sino recuperar la dimensión ética y trascendental en las relaciones internacionales. Se trata de promover un orden basado en la justicia, la dignidad humana y la búsqueda del bien común, devolviendo al debate público esa brújula moral y espiritual que puede guiar a las naciones hacia una paz verdadera y sostenible. En un mundo donde todo parece negociable, la presencia de Dios como referente ético podría ser la clave para construir una civilización no solo próspera, sino verdaderamente humana.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España
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