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Mahmud Abbas, la parábola del buen vecino

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Mahmud Abbas, alias Abu Mazen, es un sujeto desconsiderado, impertinente y grosero que Dios, con infinita ironía, ha puesto ahí, en el mero centro de Israel, para probar su fe, retar su paciencia o por alguna otra razón que nunca podrá descifrarse con certeza, como tantos otros de sus designios que escapan al entendimiento.

Está cumpliendo 20 años de presidente de la llamada Autoridad Nacional Palestina, cargo al que fue electo en 2005 para un período de 4 años que completó en 2009; pero desde entonces se olvidó de hacer otras elecciones, como acostumbran los dictadores que no son afectos a costosos simulacros que dilapidan recursos para idéntico resultado.

Pero es que Abbas también es presidente de la OLP desde la muerte de su líder histórico, Yasser Arafat, el 11 de noviembre de 2004; y del que fuera su brazo armado, hoy partido político, Al-Fatah, desde 2009, o sea, todo el enjambre de grupos y facciones que hoy pretende integrar en algo que llama “Estado Palestino”, que él también preside, no se sabe a guisa de qué.

Para explicarse el ascenso de Abbas de jefatura en jefatura hay que seguir el rastro del dinero, porque se encargó del manejo de las finanzas de la organización desde sus inicios, por allá, en los años sesenta. No es, por cierto, un líder militar, ni político (tiene el carisma de un galápago), pero siguiendo los pasos de su mentor, Yasser Arafat, siempre concibió el movimiento como una gran empresa, incluso, transnacional.

La fortuna que amasó Arafat nunca podrá estimarse, ni siquiera con aproximación; otro tanto puede decirse de Abbas, cuyo patrimonio lo supera con creces: es fama que sus hijos, Yasser y Tareq, tienen una atávica inclinación al comercio y los negocios. Son dueños de un emporio de empresas llamado Falcon, que tiene, entre otros, el saludable monopolio de distribución de cigarrillos; el último mencionado, es propietario de Sky, una agencia de publicidad, mercadeo y relaciones públicas, preside el Palestinian Shopping Centre y ha alcanzado figuración en los famosos Panamá papers.

Abbas es un mafioso en el estricto sentido del término: una mezcla de pater familiae, hombre de negocios y pistolero; pero ya envejecido, cumple 90 años y ve cerca su final, por lo que debe organizar la sucesión que puede ocasionar considerables disputas, dada la magnitud de los intereses en juego, que terminarían en una suerte de colegiación entre varios de sus allegados de mayor confianza, que hoy rivalizan entre sí por posicionarse.

Pero eso sí, cada día evade una valiosa oportunidad de tener un gesto de buena voluntad, amistad o simpatía con sus vecinos judíos; muy por el contrario, siempre encuentra la manera de hostilizar, ofender y hacer imposible cualquier forma de simple convivencia.

Desde su advertencia de no permitir que los judíos profanen “con sus sucios pies” la mezquita de Al-Aqsa, su rutinaria negación del Holocausto, su afirmación descabellada proferida en el Parlamento Europeo de que los rabinos ordenan envenenar los pozos de agua y en la Cancillería alemana que Israel ha perpetrado “50 holocaustos”, hasta las más recientes de, o bien minimizar la Shoah o justificarla abiertamente por causa de “la usura de los judíos”, insiste en pagarle a terroristas presos y a familiares de los “mártires”, nunca ha condenado la masacre del 7 de octubre de 2023.

Es una prueba viviente de la falsedad e inviabilidad de la “solución de dos Estados” que cada tanto vuelve a resonar como la única salida al problema árabe israelí. La falacia inicial consiste en considerar un asunto histórico, religioso, social, como si fuera un “problema”, es decir, algo que tiene factores determinados y “una solución”, única, por definición. Pero no es así como funciona la realidad.

Por ejemplo, la propuesta de Pedro Sánchez que dice que quiere crear dos Estados, democráticos y libres, en la mayor convivencia y armonía, no resiste la pregunta de ¿por qué no comienzan de una vez esa convivencia armónica? ¿Por qué tienen que esperar al otro Estado para pacificarse? La cruda realidad es que eso ya se ensayó en Gaza con los resultados que están a la vista.

Si Pedro Sánchez quisiera hacer algo útil les hubiera ofrecido la Constitución Española de 1978, que es lo que le correspondería legalmente hacer, como una solución que los españoles encontraron para sí mismos, mediante un gran esfuerzo intelectual y político que les ha funcionado desde entonces.

Esto es, la indisoluble unidad de la nación, patria común e indivisible de todos, que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. 

Dicho crudamente, lo máximo que pueden aspirar los árabes que viven en Israel sin integrarse al Estado Judío es a ciertos niveles de autonomía relativa. Por supuesto que no podrían concebirse comunidades autónomas si fuera el caso que algún español por error o distracción entrara, por ejemplo, al País Vasco y fuera descuartizado por sus habitantes.

Y esto es lo que ocurre en los llamados “territorios” producto de los absurdos acuerdos de Oslo. Ya todo el mundo sabe que la escuela noruega de negociación ha fracasado, donde quiera que se ha intentado. Esa política de que nadie gane concluye en que pierden todos y enreda más situaciones que ya eran complejas, sin resolver absolutamente nada.

Israel, ni ningún Estado, puede aceptar que hayan en el centro de su territorio enclaves donde sus ciudadanos no se puedan asentar, ni siquiera transitar, sin riesgo de sus vidas. Esto es sencillamente inadmisible e imposible de sostener. Si hay poblaciones o regiones autónomas tienen que ser pacíficas y seguras para todos, no nidos de terroristas.

Nadie, ningún país o grupo de países, como la ONU, puede imponer un Estado soberano “desde afuera”. El mundo nunca ha funcionado así. Todos los Estados han sido siempre el producto de la declaración unilateral de voluntad de una comunidad política que se afirma independiente, con todas las consecuencias del caso, que generalmente es una guerra de independencia. Si ganan, albricias; si pierden, no hay Estado soberano.

El problema con los árabes es que pierden las guerras y luego se comportan como si las hubieran ganado. Israel se ganó su derecho a existir por sí mismo, con esfuerzo propio, no por alguna concesión de sus enemigos.

Es falsa la afirmación de Emmanuel Macron de que Israel fue creado por una decisión de la ONU. ¿Qué decisión es esa? Porque si se refiere a la Resolución 181, de 1947, eso fue un plan de partición territorial para un Estado árabe y otro judío, que fue unánimemente rechazado por los árabes y aceptado por Israel. Allí no se creó nada. La creación del Estado de Israel fue el 14 de mayo de 1948, por decisión unilateral del pueblo judío.

Pero no se debe ignorar la temeraria declaración de Macron, porque podría interpretarse como que la ONU, por contrario imperio, puede abolir al Estado de Israel o bien crear otro Estado, esta vez árabe. La ONU no tiene competencia para crear Estados y menos para abolirlos. Más bien es al revés, fueron los Estados los que crearon a la ONU y quienes pueden abolirla, si sigue como va y se convierte en una amenaza para la libertad.

El llamado “Estado Palestino” es una anomalía, porque no es un Estado-nación como todos los conocidos hasta ahora, sino que tiene visos de transnacionalidad, esto es, se pretende su creación desde afuera por agentes que no tienen jurisdicción ni competencia en la materia y que, por cierto, no están afectados por ninguna de sus consecuencias.

La nacionalidad “palestina” también es anómala, la inventaron en 1964, en Egipto, con efecto retroactivo y cobertura universal: cualquiera es “palestino” en cualquier parte del mundo, sin que se sepa cómo alcanzó esa condición; como no sea la adhesión abstracta al nombre de una región geográfica que técnicamente no existe, porque está dividida entre Jordania e Israel. 

Últimamente Amnistía Internacional declara que hay una “raza” palestina porque, según sus documentados informes, los judíos sufren de un “racismo antipalestino endémico”.

Amnistía Internacional se siente más confortable con el racismo que con el nacionalismo.

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