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¿Magnicidio o tiranicidio?

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La ciudad alemana de Königsberg fue capital de Prusia Oriental desde la baja Edad Media hasta 1945, cuando los soviéticos la anexaron al imperio comunista con el nombre de Kaliningrado. Después de la disolución de la URSS, la Federación Rusa ha ambicionado convertirla en una suerte de Hong Kong (special administrative region). En 1601, nos cuenta Néstor Luján (Viaje por las cocinas del mundo, 1982), el venerable gremio de salchicheros paseó a lo largo de sus calles principales (siglo y medio antes de fundada la cervecería del perrito, cuyo nombre distingue al Libro de los récords mundiales) «la salchicha más grande jamás fabricada. La salchicha de las salchichas, 914 metros de largo y 200 kilos de peso, fue llevada sobre los hombros de 103 cocineros». Vista desde el aire, cuestión entonces prácticamente imposible, la procesión ha debido semejar un gigantesco miriápodo, pero un modesto gusano en comparación a la elaborada, en octubre de 2009, en Kayseri, Turquía: medía 1.740 metros de longitud y pesaba 1.740 kilogramos. Quizá semejante hazaña culinaria compelió a Empresas Polar —¿por cervecera?— a inscribir su nombre en las estadísticas del Guinness book, y, el 23 de marzo de 2011, se preparó, en las instalaciones de su subsidiaria Harina P.A.N., una colosal arepa de 6 metros de diámetro y casi media tonelada de peso (493,2 kilos). Después de filmada y fotografiada, fue repartida entre los 2.800 empleados del grupo; hay, me aseguran mas no lo creo factible, quienes no se sabe cómo lograron fosilizar artificialmente algunos trozos y los llevan consigo a guisa de amuletos.

Escribí el párrafo anterior hará algo más de una década con motivo, precisamente, de la plusmarca arepera; viene a colación, porque el pasado martes 8 de noviembre, «con un recital a cargo de 400 músicos, celebrado en el estado Zulia, Venezuela impuso un récord Guinness como la banda de música folklórica más grande del mundo». El afán de figuración en el registro de banalidades inventariado en el Guinness World Records se me antoja emparentado con una celebérrima frase de Oscar Wilde —«Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti»—, vulgarizada por publicistas y asesores de imagen, al margen de normas o pruritos éticos, como: «Que hablen de ti, aunque sea mal». Por eso, áulicos habaneros aconsejaron a Chávez inventarse atentados contra su vida, mientras más rocambolescos mejor —«cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá» (Joseph Goebbels)—, a fin de implicar (sin pruebas) a adversarios reales y potenciales del proceso encabezado por él, y presumir de identificación total con la revolución, a la manera del Rey Sol: L’État, c’est moi. Y si muerto el perro se acaba la rabia, la desaparición violenta del jefe supondría una debacle: «después de mí, el diluvio». Así comenzó el cuento del lobo(bo) cacareado dominicalmente en Aló, presidente y legado al sucesor, recomendándole repetirlo ad náuseam.

El mentado Records Book acredita a Fidel Castro 638 intentos de liquidarle (hasta 2007), desvelados, ¡claro está!, por los eficientísimos servicios de inteligencia, espionaje y sapeo de la isla. Si el asesinato fuese asumido en tanto producto de la inspiración, cual sugiere Thomas de Quincey en Murder considered as one of the fine arts (Del asesinato considerado como una de las bellas artes, 1827), el dictador cubano sería el arquetipo de la víctima ideal, tanto por la cantidad de conjuras fraguadas en el nido de cucarachas cerebral de publicistas ¡patria o muerte, venceremos!, cuanto por la variedad y originalidad de modalidades ideadas básicamente por la CIA y el exilio mayamero, a objeto de aventar al barbudo del 26 de julio y Sierra Maestra hasta el paraíso de los déspotas. Al respecto, leí en elperiódico.com: «Los métodos planeados para matarlo fueron múltiples, aunque todos fracasaron: desde francotiradores, explosivos colocados en sus zapatos, veneno inyectado en un puro, hasta una pequeña carga explosiva dentro de una pelota de beisbol, entre otros». ¡Todo un superhéroe! En uno de sus acostumbrados desvaríos, Nicolás Maduro ensayó crear una matriz de opinión sobre las causas del deceso de su padre putativo, insinuando la inoculación intencional del cáncer en la humanidad del comandante eterno por parte de los pagapeos y sospechosos habituales: la oligarquía colombiana, el imperio,  la derecha vernácula —escapa a los motivos de esta descarga «la nico chavización inversa» de la oposición venezolana y su entusiasta adhesión a Trump, Bolsonaro y aberraciones similares, a pesar de constituir un aspecto digno de reflexión y debate. Tal vez en un futuro no remoto tengamos la oportunidad de ocuparnos del mismo—.

El embelesado discípulo de «El Caballo» asimiló sus enseñanzas y copió al dedillo sus artimañas y engañifas. Nicolás hizo lo propio con las lecciones del paracaidista barinés; sin embargo, a raíz del confuso episodio de los (la)drones, acaecido el 4 de agosto de 2018 en la avenida Bolívar capitalina, sostuvo: «No hay en Venezuela la costumbre política de eliminar al adversario, no tiene Venezuela historial de magnicidios», olvidando o ignorando el homicidio, al parecer involuntario o accidental, cual se deduce en Sumario (Federico Vegas, 2010) de Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno — teniente coronel y golpista como Hugo Rafael Chávez Frías,  empoderado tras el derrocamiento traicionero de Rómulo Gallegos (24 de noviembre de 1948)—, perpetrado durante su secuestro, ejecutado chapuceramente por un sedicente general y aventurero falconiano, Rafael Simón Urbina, tal día como hoy, 13 de noviembre, pero no domingo sino martes, del año  1950. No caracterizan la sintaxis y el buen decir el discurso de Maduro (Padrino debería tomar cartas en tal asunto y disciplinarlo en materia de retórica y argumentación) y, por lo visto, tampoco el conocimiento de nuestra historia republicana. Digresión aparte, vale la pena contabilizar las presuntas celadas urdidas para darle mere mere con pan caliente a los hegemo(jo)nes rojos. De acuerdo con un reportaje de la Deutsche Welle, «desde que comenzó la revolución bolivariana van al menos 70 denuncias, con diferentes características, pero la misma esencia. Los presuntos culpables siempre son los mismos: la derecha, el imperialismo, extremistas, terroristas y paramilitares colombianos. El motivo principal siempre es el mismo: acabar con la revolución bolivariana y la voluntad del pueblo. Las consecuencias de estas denuncias siempre acaban de idéntico modo: detenidos que luego son liberados por falta de pruebas». Y, a partir de su írrita juramentación y fraudulenta toma de posesión, el bigotón denunció 16 planes magnicidas (¿?) en su contra, todos organizados y financiados desde Washington y Bogotá.

El de Carlos Delgado ha sido el único magnicidio consumado en el país; no obstante, ha habido al menos un intento frustrado. Como el ocurrido el viernes 24 de junio de 1960, durante un acto conmemorativo de la Batalla de Carabobo. Planificado desde Santo Domingo (República Dominicana la llamaban entonces) por Rafael Leónidas Trujillo, «Chapita». El objetivo era matar a Rómulo Betancourt, acérrimo enemigo del dictador quisqueyano. Ese día, mientras el presidente se dirigía hacia la avenida Los Ilustres, estalló un carro bomba estacionado en el Paseo Los próceres, matando en el acto al jefe de la Casa Militar e infligiendo quemaduras de segundo y tercer grado al mandatario guatireño. A Luis Herrera Campins, un orate o indigente le propinó un cabillazo en la cabeza, pero con mucha bulla y escasa cabuya. Magnicidios propiamente tales, o, mejor dicho, tiranicidios cuales los denunciados recurrentemente por el santón de Sabaneta y el apóstol Nicolás no se han consumado… aún. Y ojo, voces muy serias con alegatos moralmente impecables e irrefutables justifican el tiranicidio. Así, pues, cuidadito compai’ gallo, el Guinness espera por su quiquiriquí.

 

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