Comienzo por expresar que no estoy exenta de temor por las circunstancias que presagian escribir este texto. Entran en juego y confrontación la angustia con la obligación moral que se desprende de la conciencia de la significación sobre la actual situación de Magalli Meda. El temor surge porque es obvio que los límites son borrosos, que se enfrenta a un poder alucinante. Sin embargo, prefiero confiar.
A pesar de este temor que inspira el presagio de peligro no queda otra salida que levantar la voz por Magalli Meda. La visión que tengo es la de un extraordinario ser humano inspirado por la fuerza que significa amar el suelo donde naciste, saber que ese minúsculo espacio que te conecta con el resto del universo contiene un amor tan poderoso como una relación filial. Amamos donde nacimos y crecimos porque allí crecieron nuestras raíces, avanzamos en la búsqueda y en el encuentro. Es la búsqueda de un sentido de la vida, algo que no es declinable y encuentro con todos aquellos que incesantemente van poblando nuestro mundo de afectos, ideas compartidas, sueños y aspiraciones.
Conocí a Magalli en un tiempo en el cual soñábamos con lo que “podía ser”. Era compartir ideas y sueños, aprender que la vida era no sólo un momento sino una posibilidad, como nos enseñaba Heidegger “El ser humano habita el ser. Nuestra vida no es un mero estar entre cosas, como podría ser la vida un robot, sino vivir en un plexo de significados , metas, proyecciones. El ser humano no es un objeto más; es existencia, posibilidad” y como enseñaba José Manuel Briceño Guerrero en su querida Mérida y Emeterio Gómez aquí en Caracas, nuestros maestros añorados.
Intentábamos entender la realidad que nos circundaba como un camino para empezar a fundar lo que se presentaba ante nuestras mentes ardientes como aspiraciones, este primer momento tenía la magia que conlleva ser consciente de que todo era posible si dedicábamos nuestra voluntad y conocimiento para dibujar el país que queríamos. Magalli era la que lograba plasmar las mejores ideas, encontrar un nombre pleno de significaciones, era una invitación, no una orden de obedecer sino de crear. Si era una sugerencia , una invitación, todas las puertas estaban abiertas para soñar.
Venezuela no solo era un pozo de petróleo, era mucho más y lo que aprendimos en el trabajo cotidiano, pensar en lo que “podía ser”. Muchas veces nos preguntamos por qué una decisión no derivada de la razón, sino de lo inexplicable, consagró a Venezuela como un depósito de riquezas naturales. ¿Por qué Guayana? Un lugar mágico del mundo, tierra de los tepuyes, parecía una reproducción de un paraíso, pleno de riquezas naturales y de belleza inmedible.
Pero la inquietud se volvía presión cuando entrabamos en el terreno de todo aquello que teníamos la obligación de cambiar, como transformar “la tierra de gracia” en un espacio de oportunidades.
Albergamos la conciencia sobre la necesidad de comprender, cual era la fuerza que nos permitiría cuajar ese país que soñábamos. Sabíamos que el tema no era la destrucción y la guerra. Todas las teorías que pintaban el futuro como un momento histórico de combate, habían sido derrotadas históricamente. Las piedras filosofales no se ubicaban en la lucha de clases, o en la destrucción de la propiedad de los que con su esfuerzo habían logrado una legitima acumulación de riquezas.
El devenir histórico demostró como ocurrió en muchos lugares del mundo que el enfrentamiento “por las cosas” no era el tema o el incentivo para avanzar a mejores realidades. No era la guerra, pero tampoco el logro de objetivos económicos como gran aspiración, ni en guerra ni en paz.
Surgía en el medio de reflexiones, diálogos, encuentros abiertos con gente de los distintos mundos, en las ciudades, en los pueblos, en las empresas, en las bodegas de pueblo, ideas nuevas distintas que nos enseñaban intangibles aparentemente ocultos.
Aprendimos que la mayor fuerza que puede tener cualquier aspiración de transformar la realidad pasa por un componente insustituible e invalorable y ese era descubrir que la mayor fuerza que permite avanzar a la humanidad era nuestra fuerza interna, el poder de cambiarnos a nosotros mismos, algo que en el planeta tierra solo tiene el ser humano. Ni una piedra ni un vegetal pueden cambiarse a sí mismos. Nosotros si podemos, es nuestro mayor potencial, fuerza, intentar vernos y luego imponernos rutas de creación y participación.
Estas reflexiones surgen en este momento como un resultado que ha sorprendido al mundo, constatar que en este país la gente ha cambiado, decidió hacerlo y lo volvió realidad en cada evento donde podía participar.
Si quisiéramos entender lo que ocurrió en Venezuela cuando María Corina comenzó a recorrer el país tendríamos que recurrir a metáforas que podrían calificarse como cargadas de cursilidad. Ver un hombre maduro, cuarteado por el sol intentar acercarse y llorar sin temores, sin vergüenza, sabiendo que su virilidad no estaba en juego sino todo lo contrario. Era aparecer como un hombre dolido, conmovido, cargado de sufrimiento, viviendo su humanidad sin temores y sin resabios.
El aprendizaje de todos era una verdadera conmoción. Los niños corrían en los patios de las escuelas cuando oían que se acercaba una persona cuya tarea era hablar de libertad, de paz, convivencia. Las madres pedían por los hijos que se habían marchado obligados por las circunstancias a países lejanos, afrontando todo tipo de penalidades.
El tránsito de María Corina por el país fue un verdadero renacer espiritual con una particularidad que es imposible ocultar, quienes corrían, se lanzaba al paso de las caravanas era la gente más pobre, aquella que había soñado y había sido defraudada miles de veces, en múltiples circunstancias históricas y que ahora trataban de acallar con mendrugos de pan y alimentos descompuestos que ofendían todas sus esperanzas.
Es innegable la verdad, quienes corrían al lado de María eran los más pobres, era en términos numéricos 80% de la población que despertaba y veía con angustia, temor y esperanza, una posibilidad.
En este milagro que sacudió a Venezuela Magalli Meda fue una de las partícipes, unida por lazos fraternos supo construir una poderosa imagen que era más que una persona, era una esperanza, la gran posibilidad que veíamos lejana pero frente a la cual adquiríamos conciencia de que era una nueva realidad.
Es indudable que los procesos electorales recientes en nuestro país lo ganaron los sectores mas pobres, los barrios marginales, no fue un episodio de clase media ni de gente opulenta. Fue una nítida expresión de una voluntad que comenzaba a penetrar en las entrañas de los que hasta ese momento habían creído que la culpa de sus males era aquellos que habían logrado alcanzar sus logros más preciados. Es una punta de un ovillo para comenzar a tejer una nueva historia, esta vez en manos de gente que confía en sus posibilidades propias, en su afán de aprender, gente que sabe y valora la importancia del trabajo, una actividad que no se sustituye con ningún objeto o bien recibido sin habernos esforzado.
El saldo de este camino que no lleva sino algunos meses ha sido quizás el mas fructífero de nuestra historia. En América latina se despierta la gente y sabe que su dimensión ética y moral no tiene precio, que el bienestar solo puede ser producto del esfuerzo y del aprender a ser y hacer mejores personas.
En realidad, ha sido un largo camino entender que ha ocurrido un cambio en el nivel mas profundo de nuestra humanidad, sabemos que tenemos por delante un gran desafío hay que reconstruir pueblos, familias, instituciones, pero es una ruta de cambio que esta rodeada de los mejores augurios, aunque sepamos que es difícil, que se requieren cualidades morales de responsabilidad, respeto, confianza, verdad y sobre todo valor para rehacernos éticamente. Hoy sabemos que el petróleo no es más que una sustancia inerte, nuestro futuro no depende de su precio solo depende la claridad que tengamos para asumir la construcción del país que, hoy tenemos conciencia de una aspiración totalmente posible.
Solo espero que una mujer como Magalli Meda sea tratada con el respeto y reconocimiento a su cualidad moral y dimensión espiritual que merece.