El acusador público del régimen, siguiendo órdenes, imagino, del jefe supremo, ordenó la captura de Carla Angola por el presunto delito de encomio o incitación al magnicidio. Deseos no empreñan, afirmó en cierta ocasión un presidente de la República civil, refiriéndose a no recuerdo cuál wishful thinking de un contumaz adversario de su gobierno. Lo de Carla fue solo un ilusorio pensamiento. Ello le hizo acreedora de un ácido trino del historiador y catedrático universitario Elías Pino Iturrieta: «A esa conocida joven no la deben imputar por apología del magnicidio, sino por idiota». Milagros Socorro no aplaude el desliz de la ya no tan joven periodista venezolana radicada en Miami, aunque intuye, tras la providencia de la fiscalía, pues a su juicio el auto de detención dictado en su contra —descomedido y tan ridículo como condicionar la reanudación de las negociaciones en México, descontinuadas desde hace un año, a la liberación de Alex Saab y/o a la devolución del Boeing 747 retenido en Argentina bajo sospecha, entre otros supuestos no muy santos y extensivos a la tripulación (o al menos a parte de ella), de vinculaciones con el terrorismo iraní—, procura recrudecer la autocensura e insuflar miedo al gremio periodístico venezolano, penando la expresión de un deseo, como si este correspondiera a la realidad, pudiese ponerla en marcha o fuese capaz de enrumbarla o sustituirla… «lo vemos en política, el discurso se ha ido vaciando de hechos, de propuestas, de estrategias, para apuntar a fantasías». El incidente no pasará de ser uno más en el memorial de agravios contra la sensatez perpetrados por una administración con vocación de perpetuidad; sin embargo, facilita referirnos, sin solución de continuidad, no a un magnicidio propiamente tal, sino a un homicidio de enorme trascendencia, dada la estatura intelectual y política de la víctima, cuanto la saña y alcances del brazo vengativo del autor intelectual.
El 21 de agosto de 1940, hace 82 años, y no domingo sino miércoles, murió en Coyoacán, México, el revolucionario ruso de origen judío, lugarteniente de Lenin y fundador del ejército rojo Lev Davídovich Bronstein, apodado Trotsky, a manos de Ramón Mercader, comunista catalán al servicio de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin. Mercader, reclutado y entrenado a tal fin, se relacionó con el círculo íntimo del exiliado bolchevique. Así, la víspera del aciago día de su deceso, pudo el peón del Kremlin introducirse en su despacho y atacar brutalmente al teórico de la revolución permanente e inspirador de la IV Internacional, clavándole un piolet en el cráneo. No fue este el último mas no el único atentado en su contra. 3 meses antes, el 24 de mayo, una banda de pistoleros encabezada por el muralista David Alfaro Siqueiros atacó su residencia «con intención de no dejar piedra sobre piedra. Hicieron más de 300 disparos sobre ella y, creyendo haber terminado su «tarea», se retiraron. Curiosamente, cuando Siqueiros se enteró de su fracaso, se lamentó profundamente de la siguiente forma: «¡Todo ese trabajo para nada!». El crimen de Coyoacán y las circunstancias atinentes a su consumación propiciaron la producción de al menos dos obras: una cinematográfica y otra literaria. En 1972, Joseph Losey dirigió The Assassination of Trotsky, con Richard Burton y Alain Delon en los roles estelares. Más recientemente, 2009, se publicó la novela de Leonardo Padura Fuentes El hombre que amaba los perros. Gracias a estas recreaciones y a la atención mediática, la violencia ejercida contra figuras de la política o de la farándula alimenta o satisface el morbo de lectores, radioescuchas y telespectadores No debe entonces extrañarnos un ¡ojalá le ocurra lo mismo a fulano!, cuando a este se le endosan, vox populi, asociaciones a toda suerte de mafias a objeto de infringir la cosa pública.
No usamos aquí el vocablo mafia en sentido figurado, sino de acuerdo con su acepción más difundida: «organización clandestina con fines criminales». Según Mario Puzo, autor de The Godfather, la palabra proviene de un dialecto siciliano, traducía «lugar de refugio» y se adoptó para denominar a una «organización secreta para luchar contra los poderosos», pero hoy día mafia es un concepto polisémico, no dirigido solo a nombrar familias gansteriles de Nápoles, Palermo, Nueva York, Chicago y Los Ángeles, o narcocarteles de Colombia y México, sino también diversas sociedades enquistadas en los partidos políticos y en los poderes públicos del mundo todo. El expresidente estadounidense Donald Trump, escribe la premio Pulitzer Maggie Haberman en el New York Times del pasado jueves 18, «trató al gobierno federal y al aparato político que operaba en su nombre como una extensión de su compañía inmobiliaria privada. Todo le pertenecía… «Mis generales», dijo repetidamente sobre los militares en servicio activo y retirados en cargos gubernamentales». Y el largo divagar nos condujo hasta este pobre país rico y petrolero, devenido en feudo propiedad de una mafia castrense encabezada por Vladimir Padrino, capo di tutti capi, y secundada por los sottocapi Nicolás, jefe nominal de la familia rossa, y Diosdado, aparente rival del apéndice de Hugo Rafael, fundador de la cosa nuestra verde oliva y bolivariana, en el juego del policía bueno y el policía malo.
Citarse a uno mismo denota presunción o vanidad; empero, a riesgo de ser tildado de pedante y engreído, incurriré en esa inelegante práctica, remitiéndome a un artículo, «Parecidos no tan casuales», publicado hace tal vez una década en la edición impresa de este mismo medio. En él, sugerí analogías entre el régimen militar instaurado por Chávez ―¿camuflado de civil a instancias de La Habana?, a raíz de su fallecimiento?— y las hermandades delictivas ―Cosa Nostra, Camorra, ′Ndrangheta―, enseñoreadas en el mezzogiorno italiano. Para ello, me valí de las cavilaciones al respecto del Inspector Anders, renco investigador romano, imaginado por el escritor australiano Marshall Browne (1935–2014), quien disimula su minusvalía con una pata de palo ―¿metáfora del capitán Ahab y su obsesiva persecución de la ballena blanca (Moby Dick), la cual le arrancó una pierna?― y la compensa con la sagacidad que distingue a los héroes de novelas detectivescas: «¿Qué droga han administrados al país? ¿Por qué la población se queda sentada como una liebre asustada? La respuesta […] una gran fuerza económica; una sólida red de corrupción; el miedo y la crueldad; un secreto siniestro y una astuta planificación. Individualmente estos elementos son simples y brutales, pero al combinarlos la máquina es tan intrincada como un reloj suizo».
La semejanza con nuestra realidad no es fortuita. Venezuela está en manos de una corporación hamponil mal disimulada que hizo de la corrupción un mecanismo de enriquecimiento ilícito y escalamiento social express, y de la crueldad y el miedo instrumentos eficientes de dominación. Por eso le entra a uno un fresquito al ver cómo los trabajadores de la educación se rebelaron contra la pretensión oficial de rebajarles el monto de sus bonos vacacionales. Bigotes no aguantó la presión y culipandeó. Despidió al pagapeos de turno: el jefe de la Oficina Nacional de Presupuesto (Onapre). Ganó el gremio educacional una batalla. No la guerra. Pero de continuar dando la pelea, podrá echar por tierra el ominoso instructivo robasueldos. Las mafias pueden ser derrotadas. En Italia fueron asesinados algunos magistrados, pero los jueces mani pulite (manos limpias), «acabaron con toda la clase dirigente de Italia al destapar una corrupción política generalizada». Mateo Messina Denaro, N° 1 en la lista de más buscados del FBI, continúa fugitivo desde hace 29 años. Será atrapado, tal lo fue para morir encarcelado Totò Riina, el capo de capos de la mafia siciliana. Sí. A cada cochino le llega su sábado. Quizá el de los mafiosos de Fuerte Tiuna no esté tan lejos como conjeturan pesimistas y resignados. Acaso no se trate de los delusorios anhelos de Carla Angola, sino de vencer el miedo. No más.