Todo el que posea una mínima formación filosófica contemporánea, por más intermitente que ésta sea, no podrá poner en duda los alcances de la gran contribución hecha por Georg Lukács a la recuperación del pensamiento dialéctico, constitutivo del historicismo filosófico. Entre los ensayos que componen su densa y dilatada bibliografía, Historia y conciencia de clase, de 1923, y El joven Hegel, de 1948, guardan un sitial de honor. En ellos, el filósofo húngaro no sólo demuestra el uso y el abuso, la descarada manipulación y adulteración cometidas por el aparato ideológico ruso de las filosofías de Hegel y Marx -quizá uno de los mayores crímenes cometidos contra los rigores de la inteligencia-, sino que con ello motiva la fundamentación histórica y conceptual que dio origen, primero, a la fundación de la Escuela de Frankfurt y, más tarde, a la Escuela de Budapest. La primera, formada, entre otros, por Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y Jürgen Habermas. La segunda, por Ferenc Fehér, György Márkus y, por supuesto, Agnes Heller, la recia y siempre irreverente Madame Heller, fallecida hace apenas unos días, que motiva las presentes líneas.
Los fundamentalismos se sustentan sobre imposturas. De hecho, son consustancialmente tramposos. Exigen el ciego cumplimiento de textos que previamente han manipulado y adulterado para luego convertirlos en “leyes” sagradas. Con harta frecuencia, la ortodoxia bolchevique calificó de “revisionista” el pensamiento propiamente dicho, es decir, al pensamiento en sentido enfático, al que solía condenar como herejía y blasfemia. Su estricta cotidianidad litúrgica, sensiblemente marcada por el bizantinismo, trastoca en doctrina todo lo que percibe. Su término opuesto correlativo es el positivismo. Ambos quieren todo fijo, todo quieto, todo puesto. De ahí su incomprensión absoluta del movimiento dialéctico como crítica de la razón histórica. Como afirmara en su momento el gran artísta plástico Carlos Cruz-Diez, recientemente fallecido: “Un dogma no es necesariamente una verdad ni corresponde al comportamiento de la sociedad. El dogma es una creencia, un supuesto que pretende volver estático e inamovible el pensar y sentir del individuo, que está en continua evolución”. Ni los unos ni los otros pueden llegar a aceptar la fuerza del spinozismo inmanente que, en su momento, Lukács -siguiendo también en esto a Hegel- debió ocultar, disimular, “bajo el lenguaje de Esopo”. Pero no así su aguda e impenitente pupila, Agnes Heller, la pensadora de las necesidades radicales y de la vida cotidiana, que supo hallar en Aristóteles, Spinoza, Hegel y Marx el proceso reconstructivo esencial -la mente heróica, la llamaba Vico- que le permitió comprender el espíritu de su tiempo y develar sus taras, insertas en los engranajes de la cotidianidad. Por eso mismo, se vio obligada a abandonar Hungría, emigrar a Australia y, más tarde, a Estados Unidos, donde ocupó la cátedra que había pertenecido a Hannah Arendt.
En todo caso, conviene observar que fue precisamente en virtud del espíritu disidente que siempre mantuvo encendido, como si se tratara de un faro de luz en medio de la bahía del lúgubre y menesteroso horizonte del presente, que pudo producir y hacer concrecer sus estudios sobre la vida cotidiana, la cual se va formando mediante las apropiaciones que hacen los individuos de los medios e instrumentos de socialización: el lenguaje, los “usos y costumbres”, la peculiar idiosincracia de una determinada formación social, de una cultura. Lo cotidiano, según Heller, está condicionado por elementos comunicativos básicos de intercambio que van conformando y definiendo la convivencia, cuyas características terminan por constituir los valores vivos del quehacer social, las llamadas “necesidades radicales”. En una expresión, los hombres son lo que hacen -o lo que no hacen- y, por eso mismo, recogen lo que siembran. Lo producido se objetiva, se sedimenta y se reproduce, transfigurándose en el conocimiento, los valores y la historia de la entera sociedad. La complexión dialéctica, la oposición de los términos sociales, políticos e históricos -el ser social como tal-, tiene sus nutrientes justo ahí, en la vida cotidiana.
Los hombres no son “el hombre”. La humanidad, los derechos, las creencias religiosas y morales, políticas o económicas, no son un punto de partida sino un resultado de su propio hacer y rehacer, de su producir y reproducir-se. Los llamados valores universales son, pues, consecuencia de la producción y reproducción cotidianas. Es indispensable, en tal sentido, la adecuación de los particulares con su especificidad, de los individuos con el espíritu de su pueblo y de su tiempo. El “yo” particular se constituye y desarrolla a partir de su adecuación con el “nosotros”. Se nace dentro de ciertas y determinadas relaciones sociales ya existentes, en un país, una ciudad, un vecindario y una familia que no se han escogido. El individuo se ve obligado a aprender, a interiorizar, el entorno que lo rodea, tanto las relaciones objetuales con las que se encuentra como los signos, las formas, que estas contienen. El individuo se va moldeando al entorno, se va integrando a sus relaciones, al modo de vida que ahora comparte con sus familiares, con sus vecinos, y comienza a reproducirlas. La sociedad le enseña a vivir en y para la cotidianidad. En ella crece hasta madurar, una vez que ha desarrollado plenamente las capacidades y conocimientos de lo cotidiano. Ahora es un yo. Pero su yo ha sido mediado por el nosotros, de manera que el yo es una construcción social, y por eso mismo, sus necesidades, por más específicas que sean, siempre estarán condicionadas por el espíritu de su pueblo y de su tiempo.
Un niño que nace en una sociedad severamente empobrecida, con un cuerpo de relaciones sociales basada en la sospecha y el miedo, el odio y la agresión, con un lenguaje cada vez más pobre y limitado, carente de instituciones sólidas, sin alimentación, salud, seguridad, cultura y educación, es un niño que con toda certeza reproducirá las relaciones dentro de las cuales se ha formado. Es “Coqui”, el violento y sanguinario, el hombre del malandraje y la mediocridad, el pobre de cuerpo y alma. Diría Agnes Heller que ese no es precisamente el “hombre nuevo”, sino más bien el hombre que ha sido condenado a la condición de las bestias, que ha vuelto al salvajismo del estado de naturaleza, a la prehistoria de la humanidad.
Agnes Heller no rompió con Marx. Rompió con el marxismo manoseado, empobrecido, canonizado, que muy poco tiene que ver con Marx. Si le hubiesen preguntado por el narcorégimen de terror que ha secuestrado y saqueado a Venezuela, seguramente hubiese pronunciado por la necesidad radical de superarlo a fin de poder cambiar la vida y de reivindicar la racionalidad por encima del instinto criminal. La historia de la filosofía tenga a Madame Heller en su gloria.