El presidente brasileño se ofreció como mediador en la guerra de Ucrania y luego en la de Gaza. En ninguno de los dos conflictos fue tenido en cuenta. Cuando hizo su ofrecimiento la situación en ambos probablemente no reunía las condiciones para una negociación –de hecho, esta por ahora no se ha materializado (en el caso palestino, solo en estos momentos se está hablando de un alto el fuego que vaya más allá del requerido para un mero intercambio de prisioneros)–, pero la posición de partida de Lula da Silva, en todo caso, no contribuyó a ser percibido como un mediador creíble por una de las dos partes: demasiado indulgente con la agresión rusa y demasiado insultante para los judíos.
Tampoco en el caso venezolano el presidente brasileño cuenta con especial credibilidad. Si Venezuela ha llegado a la dictadura que es hoy –por más que Lula se niegue a usar esa palabra– ha sido, entre otras cosas, por la connivencia de los líderes de la izquierda latinoamericana, entre los que él ocupa un destacado puesto. El fraude electoral ha sido común en la Venezuela del último Chávez y durante todo el tiempo de Maduro y jamás Lula levantó la voz hasta hoy. Es cierto que el último robo electoral es tan manifiesto que impide que los socios regionales de Maduro miren para otro lado y obliga a que se pronuncien, aunque muchos lo hagan de forma tibia.
Ese historial de manipulación electoral chavista convierte las expresiones de «fraude» y de «robo» electoral en poco novedosas. Lo categórico es que en Venezuela se ha producido un golpe –o autogolpe– de estado. En realidad, ya se dio también en anteriores elecciones presidenciales, pero la magnitud de la derrota de Maduro hace que esta vez sea verdaderamente manifiesto: con el uso de las armas, Maduro se aferra al poder, cuando a la luz del mundo el pueblo masivamente ha votado echarle. Es tan golpe de estado como el que dieron las juntas militares en muchos países latinoamericanos en las décadas de 1960 y 1970. Hoy los golpes los está dando una versión de la izquierda –Venezuela, Nicaragua–, sin que otras izquierdas lo denuncien suficientemente (a excepción sobre todo de la chilena): no deviene en el mismo mantra que para ellas, por otra parte, fue el autogolpe de Fujimori en la década de 1990.
Es posible –se le podría conceder el beneficio de la duda– que cuando Lula pone sobre la mesa la eventualidad de repetir las elecciones o de formar un gobierno de coalición que a medio plazo desemboque en nuevas elecciones, lo haga siguiendo una estrategia reservada, conducente a ir empujando a Maduro y al conjunto del chavismo hacia el reconocimiento tácito de la derrota, en una progresiva resignación a dejar el poder. Pero Lula será juzgado, no por ningún cuaderno de ruta, sino por sus avances en la resolución de la crisis venezolana, y no está claro que haya hecho un diagnóstico libre de camarerías. Tal vez haya pecado de ingenuidad –una ingenuidad culpable, en todo caso– creyendo en la buena fe (sic) de sus correligionarios venezolanos. Aunque al menos él sigue por ahora empujando por desatascar la situación; el mexicano López Obrador y el colombiano Petro, que también decían querer mediar, ya han tirado la toalla, lo que beneficia a Maduro.
Lula se juega en este asunto el balance que, de su nuevo mandato presidencial, se hará en materia de política exterior. Sin los elementos brillantes de sus anteriores presidencias, aupadas por un entorno político y económico regional e internacional más propicio, Lula puede fácilmente pillarse los dedos en Venezuela.
Originalmente publicado en el diario ABC de España
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