Cuando lo llevaban a rastras para la plaza Altagracia en Barquisimeto, Estanislao trataba de mover con mayor celeridad su pierna lisiada, en aquel año del Señor de 1823.
Así inicia Estanislao y la orden del general Páez, del escritor Igor José García Rodríguez, publicado en CorreodeLara.com, que narra las horas finales de un esclavo que desobedeció la providencia de quien pronto se convertirá en uno de los hombres más importantes para el destino de la futura Venezuela independiente.
García Rodríguez narra magistralmente que Estanislao caminó con mucha dificultad, amarrado de mano a mano con otros negros esclavos, y fue guiado por un soldado muy joven sobre un soberbio caballo que aparte de empujarlos con el pecho y las ancas, les gritaba improperios, con la intención de sentirse importante ante un conglomerado de mujeres, niños y ancianos que miraban atónitos desde sus ventanas o bien desde la acera, el cumplimiento de aquella orden del general José Antonio Páez, el centauro, el libertador, el jefe militar y político de la zona, el vencedor en Carabobo, el hombre que por primera vez visitaba la ciudad en su rol de soldado.
“Estanislao miraba con dificultad las casas por donde pasó tantas veces. Los cúmulos de bahareque y cañas ya adornados por plantas invasoras y las tejas ennegrecidas regadas por lo que alguna vez fue un piso de familia acomodada”, apunta el escritor en su descriptivo relato.
El dolor ocasionado por el mecate apretando sus muñecas humedecía sus ojos, escribe y añade: Sentía que estaba vez no era el juego de los muchachos que lo llevaban a rastras a las riberas del Turbio para maltratarlo.
Estanislao oyó muchas veces hablar del centauro llanero, de la guerra, de Bolívar, de realistas y patriotas, pero nunca entendió, así como tampoco entendió como fue a parar de niño en la casa de huérfanos que regentaba el cura, ni por qué debía arrastrar su pierna al caminar con su pie doblado y enteco. Pero era que tampoco podía hacerse entender. Apenas decía con claridad: “si señó”; “no señó” y lo demás era una sarta de incoherencias que movían a la burla.
Revela García Rodríguez a modo de novela, que Estanislao servía al cura para enviar recados escritos y como eran pocos los que sabían leer y escribir en aquel Barquisimeto colonial, era poco el trabajo realizado y mucho el tiempo para el ocio y el deambular errante.
Allanamiento mortal
José Antonio Páez llegó a Barquisimeto el 10 de enero de 1823. Acompañado del ejército con dirección a Coro, pernoctó en la pequeña y arruinada ciudad, ordenando publicar la orden de que todos los vecinos debían presentarse a las 12:00 del día, en la plaza Altagracia.
Y así sucedió, cuando al toque de generala la gente comenzó a colmar la plaza. Sin embargo, pasada la 1:00 de la tarde, Páez envió patrullas armadas a allanar las casas y apresar a los que se negaron a cumplir con su mandato.
Encontraron entonces a cuatro esclavos que no habían concurrido a la plaza, entre estos el enfermizo mandadero del padre Bueno que, pese a las súplicas del presbítero, el general no cedió en lo absoluto con aquella orden mortal.
El general alegó que cumplía órdenes del Congreso de Colombia, que Bolívar necesitaba soldados en el Perú, que la Santa Alianza preparaba una invasión a Venezuela, que se necesitaban cincuenta mil soldados para defender la patria.
Pero la gente, al ver desfilar al indefenso Estanislao se preguntaban si este podía ser soldado. No se lo imaginaban encaramado en un caballo con la lanza al ristre en medio de explosiones, de gritos, de fusilazos. Y, además, ¿no y que se había acabado la guerra desde hacía dos años, desde aquel encuentro en Bobare entre los coroneles Carlos Núñez y Manuel León?
Pero Estanislao había sido aprehendido sin saber siquiera por qué razón, y estaba acompañado de otros tres negros. El primero un viejo que se negaba a volver al ejército aduciendo que lo habían herido tres veces en batalla y que al final lo habían regresado a la hacienda para seguir de esclavo. Que lo habían engañado siempre y por eso no se presentó al llamado hecho por el general Páez. «Además,mi amo no permite que abandone el fundo sin su permiso», alegó al aire porque no fue siquiera escuchado.
Los otros dos esclavos tampoco estaban aptos para la guerra. Su debilidad se notaba a leguas. Enclenques, taciturnos, diferían mucho del soldado ágil y fuerte necesario para el combate.
El último recuerdo de Estanislao
En el instante en que lo colocaban frente a aquella fila de soldados, en la mente de Estanislao se albergó la época de su niñez en la que el suelo se movió sin parar. No supo que era un terremoto, el de 1812, episodio que en algo se parecía a este momento. Desde ese tiempo las casas estaban derruidas. Los techos de la iglesia se cayeron y el ruido que venía del fondo lo hizo abrir la boca desmesuradamente. Era la imagen de sí mismo.
“Se miró los ojos: Grandes, muy grandes, como los de las vacas, pero abiertos, tan abiertos que casi ocupaban toda la cara. Las pupilas: pequeñas como islas rodeadas de blanco por todas partes. La nariz: escarranchada como dos cuevas de cachicamo. La piel: blanqueada como la túnica del padre Bueno en la misa de los domingos. La boca: también abierta, desmesuradamente abierta, mostrando las encías vacías de trecho en trecho. Las muelas: ennegrecidas por las caries. Los dientes: carcomidos por un sarro espantoso. Era su rostro. No se preguntó nada. Se quedó en el recuerdo del dolor en su pie. La luz del sol entrando a torrentes por donde estuvo el techo de la iglesia y al banco de madera sobre su pierna y su pie. Sobre el banco las tejas, las cañas, el bahareque… Y no paraba de temblar. Por eso abrió la boca y quedó, así como una figura grotesca. Ahora siente de nuevo un grito y un gran ruido. Pero esta vez el dolor es en el pecho. Un dolor instantáneo, lacerante y último que lo entibia y lo desploma”.
Aquel día, a las 3:00 de la tarde, fueron fusilados Estanislao y los otros tres esclavos, en la misma plaza Altagracia, por orden del general Páez. Sus cuerpos quedaron expuestos por varios días, pudriéndose al sol hasta que las rapiñas comenzaron a descuartizarlos. El padre contrató a unos zagaletones para llevar los cuerpos a un lugar y sepultarlos, pero el jefe militar y político se negó, contraordenando que lanzaran los despojos en fosas sin identificar.
Fuente: Igor José García Rodríguez. Estanislao y la orden del general Páez. CorreodeLara.com 23 de octubre de 2019.
Rafael Domingo Silva Uzcátegui. Enciclopedia Larense. Tomo I. Tercera edición. Caracas 1981.
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