Aunque el hecho de haber nacido y vivido siempre en una de las sociedades más homofóbicas del planeta, esto es, la venezolana, siendo un hombre homosexual que nunca se ocultó en armario, ático o sótano alguno, me coloca en una posición desde la que —creo— puedo aportar una o dos cosas de valor en el debate global sobre la intolerancia y la discriminación, no pretendo pontificar aquí ni en ninguna otra tribuna acerca del particular, máxime porque se trata de un asunto con más aristas de las que se podría suponer, al echarle un rápido primer vistazo, y en el que las víctimas, a menudo, son al mismo tiempo victimarias, ora de manera consciente, ora de inadvertido modo.
No obstante, cuando la lucha contra esos males es pervertida por aquellos pocos que, sin importarles absolutamente nada los derechos de las personas en general, son movidos por la sed de un poder para cuyo mantenimiento, de llegar a detentarlo o de hacerlo ya, están dispuestos a violarlos todos, no puede uno simplemente sentarse a observar tal despliegue de hipocresía con los brazos cruzados y los labios sellados por una suerte de malentendido decoro.
En tal sentido, no es una lucha sino dos las que tenemos que sumar y acometer sin miedos en tan caóticos momentos: aquella ya larga contra la intolerancia y la discriminación, y una, más reciente, contra la tergiversación y el chantaje que tales sembradores de confusión, discordia y temor promueven cada vez que la oportunidad se les presenta —¡y vaya que nunca la desaprovechan!—.
De hecho, al contrario de algunas erróneas creencias surgidas en medio de una pandemia que todo lo ha trastocado o paralizado, esa «doble» lucha no constituye una distracción que amenaza la tarea de recuperación planetaria aún por emprender, y si más bien esto se llega a hacer al margen de aquella, de los nocivos efluvios de la peste podríamos emerger solo para contemplar un mundo con mayor opresión, ya que como lo señalé en un artículo publicado a inicios del mes en curso, en este mismo diario, la infiltración de las luchas contra la intolerancia, la discriminación y todo lo que constriñe la libertad del ser humano es una «estrategia orientada a la demolición del Estado de derecho o al mantenimiento del statu quo cuando aquel ya se encuentra debilitado o ha desaparecido»; una que se viene afinando e implementando con cada vez mayor tino desde hace varias décadas, que sí ha rendido frutos para una organizada y global mafia opresora, como lo demuestra el caso venezolano, y con la que ahora se pretende extender el cerco a todo o la mayor parte del orbe al pasar de la destrucción de la periferia a la del centro del desarrollo representado, principalmente, por Estados Unidos y el grueso de las naciones que conforman la Unión Europea.
Así que no, no deberían sorprender la orquestada violencia y los actos generadores de resentimientos y divisiones que en esos países, y en el resto del mundo, se están mimetizando con la justa y pacífica reivindicación de derechos que suscitó el asesinato de George Floyd, y ante ellos no huelga un llamado de atención que conduzca a una profunda reflexión y a una mejor disposición y preparación para la auténtica lucha por la libertad, en cuyo actual marco urge identificar e incluir tal infiltración como uno de los principales males a vencer. Y claro, para hacerlo, una primera consideración es clave: el que quiera lanzar rocas a la memoria histórica para «eliminarla» por lapidación como acto de protesta contra el odio en cualquiera de sus formas, que primero se asegure de que de aquel están o estuvieron libres tanto él como los que para él son modelos u objetos de su admiración.
Esto, por supuesto, podría rápidamente dirigir la atención hacia «nimias» actuaciones cotidianas como, verbigracia, la del hombre negro heterosexual que ataca a otro, pero homosexual, por considerar tal circunstancia como algo «ajeno a su raza» —tal como una vez le escuché decir en una entrevista al líder y vocalista de una de las agrupaciones de tambor más famosas de Venezuela; cuya música, por cierto, mucho me gusta—. Sin embargo, la cuestión va más allá y es más profunda de lo que se quiere ver, ya que lo cierto es que nuestros mejores valores compartidos y, en términos generales, nuestra cultura presente son el resultado de siglos de esfuerzos y contribuciones de personas con algunas luces y bastantes sombras, tal como nosotros, y no es borrando su memoria, a causa de sus pecados, como lograremos ser mejores, sino aprendiendo, en verdad, de sus errores y crímenes para no repetirlos. Y cuál, sino esa, es entonces la función social de la historia, porque al igual que ocurre con el resto del conocimiento, la historia por la historia misma es inútil y únicamente es trascendente cuando se erige en medio para la trascendencia del ser humano.
No solo eso; el sesgado análisis de los hechos pasados es también inconveniente, por cuanto no llevan así vistos a tal aprendizaje sino a la perpetuación de resentimientos a través de generaciones que, a su vez, conducen a la replicación de nocivas conductas con fines retaliativos; algo que, por ejemplo, les ha permitido a los grupos de poder de «izquierda» —tan iguales como los de «derecha» y, por tanto, parte de la misma sentina— usar el resentimiento de las otrora víctimas de las dictaduras de «opuesta tendencia» para construir los mismos tinglados de opresión que nada más a ellos han beneficiado, dado que esas resentidas víctimas volvieron a serlo dentro de estos.
En todo caso, es ese sesgo, fomentado y canalizado con paciencia por la mencionada mafia, y no la verdadera procura de una total expansión de libertades, que sí es el más elevado objetivo que hoy se plantean las mayorías hasta en los confines del planeta, lo que subyace tras un vandalismo que ha comenzado con la destrucción de monumentos, como la de la estatua de Colón en Boston —cuyo parecido con lo que ocurrió en Venezuela en los inicios de este oscuro período chavista no es coincidencia—, pero que podría terminar con acciones y decisiones que acaben vulnerando todavía más los derechos de aquellas mayorías.
En ese espejismo sin matices, verbigracia, Colón y los conquistadores son malos y las élites gobernantes de las sociedades precolombinas buenas, y no obstante, como lo ha ido corroborando la arqueología y otras ciencias afines, las más avanzadas de estas eran esclavistas, y la esclavitud en ellas, al igual que en los antiguos reinos de Egipto o Nubia, o en el Imperio romano, no se justificaba con los más modernos argumentos de inferioridad racial, aunque su existencia respondía allí al mismo perverso propósito por el que se recurrió a ella en la América colonial, en las naciones que de esta nacieron y en todo lugar y época en la que ha existido, a saber, el sostenimiento de algún distorsionado sistema económico —y cualquier parecido con la China comunista, tampoco es coincidencia—.
Lo uno no disculpa lo otro, sin duda, pero si se van a juzgar las malas acciones de los protagonistas de la historia, que el juicio sea entonces universal para que de él se extraiga algo que sí valga la pena. Así, habría que empezar por analizar los errores de los padres libertadores de América, desde Washington hasta Bolívar y San Martín, que contribuyeron a prolongar por décadas la agonía de miles y miles de personas negras en contextos de esclavitud, primero, y de una seudolibertad, después, que no fue más que la extensión de unas condiciones de vida sin sustantivas oportunidades de progreso.
Y el asunto no se detendría allí, porque si de juicios a referentes históricos se trata, una evaluación crítica de sus actuaciones no dejaría sin mácula las imágenes de emperadores, reyes, políticos, maestros del arte y de la música, filósofos, científicos y un sinfín de personajes históricos, como la de la venerable abuelita de Europa, la reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, y emperatriz de la India, Victoria, directamente responsable de la persecución de cientos de homosexuales, cuyo escandaloso rastro conduce a violaciones de derechos humanos, incluso peores, perpetradas en las décadas posteriores a su muerte.
Sea lo que fuere, juicios sesgados solo dan lugar a retorcidas justificaciones para que pocos impongan lo que muchos, precisamente, no quieren: sistemas coartadores de libertades.
Para el logro de lo contrario, sí se requiere de memoria histórica, pero de una que en verdad abarque y permita mirar sin complejos lo bueno y lo malo a fin de aprender, sanar y avanzar, no de la que, por inducidos sesgos, es madre de esclavos y marionetas.
@MiguelCardozoM
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