—Y usted a que se dedica Sr. Faulkner?
—Escribo, Sr. Gable, y usted?
(Diálogo entre Clark Gable y William Faulkner, al ser presentados)
En 1939 los estudios RKO estaban seguros de haberse anotado un tanto frente a sus competidores. Es cierto que no tenían el glamour de la MGM o el dominio de un género (el policial) como la Warners, pero aun así ocupaban un espacio apreciable del imaginario americano. Y en ese año de gracia lograron fichar al «wonder boy» de la escena neoyorkina. Un jovencito de veinticinco años y talento desbordante llamado Orson Welles. Para convencerlo le habían dado un contrato jugoso, y algunos privilegios que ningún otro estudio hubiera aceptado entregar: la libertad de elegir el tema de sus películas, su elenco y su derecho a decidir el montaje final. Con esta dote esperaban una lista larga de éxitos que los pusiera a la cabeza de la industria. El objetivo de Welles era el mismo, pero con una variante propia. Esperaba hacer con un medio todavía nuevo, lo que ya había hecho con el teatro y con la radio. Extender los límites del cine más allá de lo concebido hasta la fecha, alterar sus patrones, destruir sus paradigmas e inventar una nueva forma de contar historias. Una frase inicial suya resumía a la vez su actitud, su propósito y la lectura que hacía del privilegio laboral obtenido. «Este es el mejor tren eléctrico con el cual niño alguno hubiera podido soñar jamás». La libertad estaba asegurada, pero por las dudas, el estudio puso a su lado a un libretista fogueado en dramas y comedias, diestro en la ironía, dueño de una pluma filosa y una cabeza bien dotada para la estructura dramática y la edición de libretos ajenos. Tenía un defecto menor para la industria. Bebía mucho más de la cuenta. Se llamaba Herman Mankiewicz, le decían Mank.
La película resultante de esa asociación es todavía una leyenda viva. El ciudadano inventó una nueva forma de narrar, hizo del misterio de una vida un rompecabezas expresivo, le dio valor dramático a la profundidad del campo visual de la cámara y por si fuera poco, le tiró una trompetilla sabrosa y bien merecida a Randolph Hearst el todavía poderoso magnate de la prensa americana. Sigue siendo, ochenta años después, una película contemporánea que muestra novedades en cada nueva revisión. Fue postulada a nueve premios Oscar: Película, Director, Actor, Banda Sonora, Sonido, Dirección Artística, Montaje, Fotografía. Solo ganó uno: el de Mejor Guion Original, firmado por Welles y Mankiewicz.
La película fue un fracaso de público y llevó a la defenestración de George Schaefer, patrón de la RKO y responsable de la contratación de Orson. Pero siguió concitando la admiración de críticos y público. Su prestigio no hizo sino crecer con los años en relación inversamente proporcional a la suerte de Welles, cuya carrera sufrió la falta de apoyo de los productores y los vaivenes de una fama bastante bien ganada de director caprichoso. Frente a sus películas siguientes, extraordinarias pero faltas de presupuesto, El ciudadano, su obra primera y deslumbrante, era un ejemplo de lo que Welles —con medios a su disposición y la libertad para usarlos— podía llegar a crear. El nombre de Mankiewicz pasó al olvido, en parte porque murió en 1952, y en parte porque otro Mankiewicz, su hermano Joseph, consolidó una fama merecida de director sofisticado y agudo. Pero en 1971, estalló una pequeña granada de mano. Una pluma fina, Pauline Kael, crítica muy respetada de la revista New Yorker, publicó un ensayo particularmente provocador. Se llamaba “Raising Kane”, un doble juego de palabras intraducible que alude al ascenso de Caín, que es el de Kane, de igual pronunciación en inglés. La tesis de Kael, era que la genialidad de El ciudadano no se debía a Welles, sino a Mankiewicz. Era una boutade, un dardo a Welles (el Caín del título) y por elevación a la crítica francesa que lo endiosaba. Tuvo sus cinco minutos de fama antes de ser despachado por disparatado. Pero tuvo una virtud residual. Hizo que la gente se acordara de aquel dipsómano sufrido, talentoso y desperdiciado llamado Herman Mankiewicz.
La polémica es en definitiva artificial, el cine es un trabajo de colaboración y El ciudadano le debe mucho a su libretista, a su director de fotografía (el inmenso Gregg Toland) y al genio de Welles que ideó la arquitectura visual del asunto. Cuantificar el aporte de cada uno es imposible. Pero el libreto de Jack Fincher, dirigido por su hijo David, parte de la provocación de Kael para narrar hechos que son parte de la historia del cine. El mérito principal de la película es la reivindicación del papel del libretista. Vale la pena recordar que durante el sistema de estudios, el dios supremo de cada película era el productor. Poco a poco el papel del director (especialmente los grandes directores, los John Ford, Alfred Hitchcock o para el caso Orson Welles de este mundo) se fue haciendo notar. Hasta que a finales de los cincuenta los franceses se inventaron la noción de autor y postularon al director como autor supremo de cada película. Un disparate, pero un disparate que llevó a revalorizar buena parte del cine de los treinta, cuarenta y cincuenta. Un cine que le debía mucho en realidad a unos seres que trabajaban en las sombras, eran objeto de burla, pero, en muchos casos no solo desbordaban talento sino que constituyeron tándems creativos con directores que se llevaban todo el crédito. La película de Fincher reivindica a Ben Hecht, Charles Lederer, George S. Kaufman, o Charles MacArthur, con su tristeza y su cinismo a cuestas.
El caso de Mankiewicz es tal vez extremo y la película hace bien en reivindicarlo. Narrada en un terso blanco y negro, el libreto no pierde oportunidad de mirar, con agria nostalgia, una época en la cual actores, directores y libretistas eran marionetas al servicio de un sistema. Sin olvidar que ese sistema de producción nos legó obras magníficas. David Fincher, es uno de los nombres clave del cine contemporáneo y su obra tiene un interés marcado por los temas sujetos disfuncionales, a veces extremos como en la siniestra Seven de 1996, o El club de la pelea, para desembocar en House of cards, que produjo. No es extraño que su gusto se oriente aquí hacia los personajes históricos que, siendo importantes, la senda del cine, siempre volcada al glamour, dejó de lado. Por ello, no solo es justificable, sino además correcto que personajes que ya tienen su lugar en la historia (Louis B. Mayer, Irving Thalberg, o el propio Welles) ocupen un lugar secundario en la película que se deleita en Marion Davies, una estrella de segundo orden, amante de Hearst y modelo de uno de los personajes claves de El ciudadano.
Fincher es un zorro viejo, nos muestra, a través de un drama si se quiere artificial, un choque de egos en el cual los que salen mejor parados son los anónimos (incluyendo a John Houseman, productor de Welles y agonista de sus empresas que siempre lograba sacar a flote). Todos estos personajes se subliman en el personaje central, juguetón, ocurrente, talentoso, cínico y autodestructivo, tal vez porque era consciente que jugaba en una partida perdida de antemano. Es una gran película, esta, la del cine visto desde su trastienda.
Mank. Estados Unidos, 2021. Director David Fincher. Con Gary Oldman, Amanda Seyfried , Sam Troughton, Lilly Collins.
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