No es ocioso detenerse en las metamorfosis de la imagen. Especialmente de esa imagen en movimiento, que comenzó a la sombra del escepticismo de sus inventores, los hermanos Lumière, para luego tomar por asalto la imaginación y la cultura del siglo que iba a comenzar. Tampoco es menor el tema de su formato. Las imágenes se proyectaban en una sala oscura dándole al acto de “ir al cine” un elemento ritual y mágico. La luz, narradora de historias, se abría paso a través de las tinieblas, para regocijo de los espectadores, sus prisioneros voluntarios. La evolución fue vertiginosa, y del movimiento mudo (pero no silencioso, siempre un piano lo acompasaba), el cine pasó a la voz hablada, y rápidamente al color, a las pantallas gigantes y de ahí a instalarse en los hogares intentando desplazar el encanto de las salas oscuras. La historia es suficientemente conocida para obviarla.
El periplo, sin embargo, viene a cuento porque varios saltos cuánticos se han operado en los últimos años, y, a diferencia de los giros anteriores, han traído significativos cambios en la forma de narrar. Las series televisivas son tal vez el mejor ejemplo. Una serie, en la televisión reciente, eran varios episodios independientes, en los cuales el espectador seguía la peripecia de las características de sus protagonistas. El orden de los episodios rara vez importaba. Todo vino a cambiar con el cable y, ahora, con esa lucha libre por la atención y el tiempo de ocio del espectador llamada “streaming”.
Los Netflix, Hulu o Amazon de este mundo han impuesto algo más que un formato, o una plataforma que parece –y tal vez ese sea su mejor señuelo– respetar el tiempo y las preferencias del espectador. Han pasado a generar contenidos y siendo su espacio no el de la pantalla sino el de la plataforma omnipresente, sus series se apartan sustancialmente de sus abuelas televisivas.
El último ejemplo (quizás el mejor además) es una serie llamada Criminal, que propone un formato singular. Son tres capítulos de menos de cincuenta minutos, en cuatro países diversos, cuyas doce tramas no tienen nada en común, salvo el escenario, digno de Georges Simenon. El escritor belga tenía, en su maestría, la habilidad de centrar la trama en las debilidades de sus caracteres, que eventualmente los llevaban al crimen. En algún momento sobre el final tenía lugar el duelo con la ley en un espacio confinado, que permitía que la habilidad policíaca y la inteligencia del asesino se enfrentaran en una justa de inteligencias. Ese espacio era el cuarto de interrogatorios. El escenario único, junto con el cuarto de observación y el de la máquina de café, de esta serie.
Es un producto de esta nueva vía de la imagen y las formas narrativas. El formato es suficientemente dinámico y flexible para adaptarse a cuatro países europeos (Francia, España, Alemania e Inglaterra) y dejar ver las diferencias culturales, de procedimiento legal y de formas de relacionarse entre los policías entre sí y con los interrogados. Pero al mismo tiempo hay una estructura férrea que la serie respeta: la unidad de tiempo y la de espacio. Esto, lejos de ser un capricho productivo, y, por supuesto, económico, es un punto a favor. El desafío expresivo se desplaza al juego actoral, que es unánimemente impecable.
Y por la serie desfilan todas las miserias humanas (también muy a la manera del maestro Simenon). Las vueltas de tuerca, no por sutiles, son menos sorpresivas. Y por supuesto, las tramas no son para almas sensibles. Hay seudovíctimas empujadas a la mentira por piedad, abusos de menores, envenenamientos, y una larga serie de bajezas humanas que se despliegan en estas doce entregas. Es muy difícil determinar cuál es la mejor, porque, a pesar de los saltos culturales, de la pasión española al desapego y la flema inglesa, incluidos el desenfado francés o la frialdad germana, la serie tiene la virtud suprema de enmarcar los crímenes y el interrogatorio dentro de su lógico espacio geográfico y cultural. En pocas palabras, es una serie policíaca de una inteligencia luminosa y perseverante, que hace honor a estos tiempos globalizados que vivimos. Y un ejemplo de esa vitalidad indómita de la capacidad narrativa de las imágenes en movimiento.