OPINIÓN

Los veranos peligrosos

por Julio Moreno López Julio Moreno López

Yo que estuve en el lado salvaje, digo que nunca pienso volver“ (Christina y Los Subterráneos. «Tú por mí»).

Estos días que estoy pasando en la playa me están llevando a reflexionar sobre tiempos pretéritos, pasados en este mismo lugar. Con la misma gente incluso, y es muy curioso, con la perspectiva de los años y con el espejo de mis hijos, el mayor de los cuales ya tiene veinte años, analizar cómo era nuestra vida en aquella etapa, brillante y frenética, en la que fuimos adolescentes.

Ahora que el padre soy yo, comprendo muchas cosas que entonces se me escapaban, como la inquietud de mis padres, los cuales, más de una noche, estaban en el balcón cuando yo llegaba a casa. Eso sí, disimulaban y se iban a la cama y se hacían los dormidos cuando subía. Mi madre siempre me decía “¿pero no te vas a quedar en casa ni una noche?“; y yo no entendía nada.

No obstante, mis padres tenían sus trucos para fastidiarnos a mi hermano o a mí, si no la noche, al menos la resaca, compañera impenitente de las mañanas estivales. Solo así se explica que, después de las noches más destructivas, siempre teníamos paella. Y no en casa, no. En algún restaurante y con amigos. Esto no solo te hacía tener que conversar y poner buena cara, para disimular la tormenta que habitaba en tu cabeza, sino que, además, te proporcionaba la acidez más monstruosa que ahora puedo recordar. Si tengo que describir mis mañanas de verano entre 1986 y 1993 con dos palabras, lo tengo fácil: resaca y acidez.

Los días de verano eran tranquilos, lentos y suaves como un tema de Los Secretos, pero en las noches sucedía todo, todo se desataba. Las pasiones, los dramas, la comedia y el exceso. Por ese motivo no podíamos perdernos una sola noche. Era como ver una serie de televisión. Si te perdías una noche, perdías el hilo y, como para esto no había Netflix, alguien tenía que explicarte lo que había ocurrido. Como en una serie, siempre había varias tramas que seguir; Amores, desamores, desencuentros, a veces hasta violentos y todo tipo de desenlaces que se desarrollaban, necesariamente, de noche.

He de decir que, visto desde la distancia, creo que en general los nacidos en los años setenta del siglo pasado hemos sido una generación demasiado alcohólica. Sin entrar en el consumo de otras sustancias, al cual siempre personalmente me resistí, salvo en contadas excepciones, mi generación, o al menos mi entorno, normalizamos el consumo de alcohol de un modo peligroso.

Así pues, mi primera ocupación de las mañanas de agosto siempre consistía en hacer un repaso mental de lo que había hecho la noche anterior, por si había cometido alguna cagada más grave que las habituales. Desgraciadamente, más de un día mis recuerdos no llegaban al final de la noche, por lo que la incertidumbre solía ser la primera sensación del día. Afortunadamente, mi hermano Javier también iba en mi pandilla y me ponía al día de lo que yo, lamentablemente, no lograba recordar.

Esto de no recordar lo que has hecho la noche anterior, si te has pasado de vueltas, es un mecanismo de defensa, que funciona muy bien hasta que alguien viene a recordarte que te quisiste pegar con el camarero o que se te fue la pinza de cualquier otro modo. En este tipo de noches, había infinitas formas de cagarla y, terminado el verano, por lo general, habíamos repasado todo el catálogo.

Lo peor era cuando te encontrabas con el grupo, no sé, en la playa y, por poner un ejemplo, se te acercaba alguna de tus amigas, con cara indefinida y te decía. “Oye, lo que me dijiste anoche…”. Por supuesto yo no recordaba ni de lejos haber hablado con ella siquiera, como para recordar las reflexiones filosóficas de la noche anterior, así que era cara o cruz. Hubo caras y hubo cruces en este tipo de situaciones, sin duda, pero esa primera sensación, ese pensamiento de «ahora me cruzan la cara», a veces todavía se cuela en mis pesadillas.

Mención especial a las locuras que cometíamos con los autos y las motos. Si algún adolescente está leyendo esto, espero que le sirva como ejemplo de lo que no hay que hacer nunca. Aquí hemos tenido toda la gama, desde el coche de mi amigo Colomi que terminó en una acequia, y ahí murió el carro, la noche que se lo prestó a otro amigo que quería hacer no se qué cosa con no se qué chica del grupo.

La caída desde el puente romano de varios amigos con el Volvo de su padre (gracias a Dios que era un Volvo, de los de antes), que también terminó en el desguace o nuestra actividad favorita a las tres de la mañana, la cual consistía en subir la cuesta de la carretera general con las motos para posteriormente bajarla a todo lo que daban, por supuesto sin casco ni guantes ni nada. Eran mariconadas.

Si mirabas hacia arriba en ese momento, podías ver a nuestros ángeles de la guarda sudando la gota gorda. Solo así se explica que no nos quedásemos ninguno en estas noches vertiginosas del verano. Gracias a ellos.

Por eso, a mi me hace mucha gracia que aquellos que componíamos tan ínclito repertorio de personajes, ahora nos preocupemos porque nuestros hijos salen sin mascarilla o que les pongan, espero que sus madres (mis amigos no, por favor ), localizadores en el móvil para tener la situación controlada en todo momento. Esta era de la comunicación es, sin duda, la mayor pérdida de libertades que hemos conocido en democracia. Eso, claro está, en el supuesto de que ustedes piensen que esto es una democracia, que no es mi caso.

Así que, cuando vayamos a poner coto a nuestros hijos, cuando vayamos a regañarles o incluso castigarles por sus salidas de tiesto, no estaría mal echar la vista atrás y respirar hondo.

Decía David Bowie que “la vejez es una etapa maravillosa, en la que te conviertes en la persona que siempre debiste ser“. Cambiando vejez por madurez, estoy totalmente de acuerdo.

La vida te proporciona una serie de vivencias que van esculpiendo lo que serás en el futuro. No hay que renunciar a ninguna de ellas, no hay que arrepentirse de ninguna de ellas. Todas, las positivas y las negativas, las brillantes y las oscuras te han llevado adonde estás.

«Quiero que sepas que ya no voy a parar, porque hasta aquí llegué y donde estoy ahora es donde quiero estar». (M-Clan. «Calle sin luz»).

Gran hermano te vigila. ¡Escóndete!