De la presentación que hace Antonio Ledezma a propósito su ensayo De dónde venimos y hacia dónde vamos (Círculo Rojo, Madrid, 2021), recojo dos ideas fundamentales que trasiegan de su discurso y fijan las claves del porvenir en Venezuela. Una es la del “final de los mitos”, la otra, el avance hacia una “economía del conocimiento”.
Abordarlas desde lo local ofrece ángulos de suyo útiles si convenimos con el reciente planteamiento de la Conferencia Episcopal: urge reconstruir a la nación, para luego avanzar hacia la reconstitución de la plaza pública desaparecida bajo las agonales circunstancias por todos conocidas.
Creo entender que Ledezma apunta, al conjurarlos de conjunto, al Mito de El Dorado, que tanto daño ha hecho y está en el origen renovado de esa perversa tradición que sigue presente entre nosotros y hace del país el botín que se traslada de manos, entre caudillos de turno, desde el derrumbe de la Primera República en 1812. Podría decirse que, salvo unos breves intersticios, como el de la República civil de partidos (1959-1999), Venezuela en una caricatura del Medioevo.
En la Edad Media, no lo olvidemos, desaparece el sentido institucional de la res pública romana. Los bárbaros conciben al Estado no como tal. Es el patrimonio personal del jefe militar cuyo poder se ejerce, antes que todo y por encima de los mismos bienes, sobre la vida de sus leales seguidores. Compra las lealtades, ante la fragilidad de su poder, pues sabiendo que su propiedad no es absoluta – la condicionan las infidelidades – en todo caso la dispone a su arbitrio en los espacios que controla: los vende o intercambia, o los regala como beneficios para sostenerse en el mando.
A falta de república sólo queda y se renueva como dogma, así, la posesión real del poder. Se tiene y se ejerce sobre hombres y bienes sin atadura alguna, como costumbre perpetua e inderogable. He allí, como paradoja, la más exacta definición de un «mito» y del propio Mito de El Dorado que esta vez urge purgar en los venezolanos que piensen en el futuro, léase en la posibilidad de una «utopía» por hacer y realizar.
Si alguna enseñanza de buena ley nos lega el tiempo anterior al instante en el que las traiciones y deslealtades se hacen hábito patrio y el país se vuelve finca al detal, cabe encontrarla en las crónicas de Don Andrés Bello. En el Manual del forastero (Caracas, Imprenta de Gallager, 1810) escribe lo siguiente: “En la gobernación de Venezuela era el hallazgo del Dorado el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males… En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil…, cuando acabada su conquista y pacificados sus habitantes, entró la religión y la política a perfeccionar la grande obra que había empezado el heroísmo…”.
Al efecto, entre las circunstancias favorables de este logro, narra el maestro que la consistencia durable y socialmente modeladora de nuestro sistema político, antes de la Emancipación de Venezuela, se debió providencialmente al “malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de su conquista”. Entonces la atención se dirigió a “ocupaciones más sólidas, más útiles, y más benéficas”, como el establecimiento de la Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima y del Beato Tomás de Aquino. Sus egresados – nuestra primera Ilustración – formarían la mayoría del Congreso que suscribe el Acta de la Independencia, nuestra primera Declaración de los Derechos del Pueblo adoptada por los diputados de Caracas, y la Constitución Federal de 1811, tods apalancadas sobre los ideales de Occidente.
Así las cosas, viene a ser asertiva la otra propuesta de Ledezma en cuanto a que debemos marchar como nación reconstituida hacia una “economía del conocimiento”. Se trata de una cuestión de consideración crucial por lo que ella implica, ahora sí, no solo para la realidad que se espera levantar en casa propia sino, de modo esencial, debido al contexto global del que mal podremos escapar, salvo que decidamos viajar en el último vagón del ferrocarril de la historia.
He aquí, justamente, la complejidad del contexto dominante sobre el que se debe discernir. Avanza, sin posibilidades de regreso, la gobernanza digital y el llamado capitalismo de vigilancia en el mundo, acaso moderado por los planteamientos que exigen sujetar el progreso global a las leyes evolutivas de la Naturaleza. Aquella prescinde del hombre racional, le vuelve dígito o usuario, mientas ésta, dentro de la mejor tradición griega, le estima “carente de protagonismo histórico y aferrado a un orden cósmico que gira siempre sobre sí mismo” metabolizándolo.
De ser así, las posibilidades de una «utopía» quedarían descartadas. En buena hora la invocación histórica de las ideas hebreo-semíticas y cristianas contenidas en todas nuestras constituciones, han hecho cristalizar otros «mitos» invariables que, desde el más remoto pasado nos empujan hacia la «utopía» y el porvenir, a saber, la idea de la historicidad del hombre, que lucha por liberarse; su inserción en la humanidad, que como tal no discrimina; y el ejercicio de la libertad, por ser el hombre creatura cuya naturaleza se forja a imagen y semejanza de su mismo Creador. No se le entiende, en suma, sino en constante apertura y bajo el signo de la esperanza.
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