OPINIÓN

Los vencejos de Fernando Aramburu

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Fernando Aramburu | Foto Iván Giménez

Leo en un suplemento cultural español que el autor de la novela Los vencejos, Fernando Aramburu, vive en Hannover, Alemania, desde donde otea el infinito horizonte de la imponderable algazara que levantan sus libros en diversas lenguas. Primero fue Patria, que alcanzara un insospechado exitazo en ventas en la lengua de Cervantes; y ahora con esta recientemente novela publicada por Tusquets. En verdad no debe ser nada facil el advenimiento de la fama literaria en las actuales condiciones de pandemia planetaria que vive la humanidad por estos dias de casi finales del 2021. Su segunda gran obra literaria. Los vencejos. Editorial Tusquets, 2021. Pero ¿qué es un vencejo?  «Es una especie de ave apodiforme de la familia de las apodidiae que habita mayormente en territorios de Eurasia y África».

La novela de Aramburu tiene 821 páginas y su disposición arquitectónica está estructurada en un formato de un calendario anual con sus doce meses a saber; los mismos que el protagonista de nombre Toni ha fijado como lapso para llevar a cabo su autoabolición por propia mano. Desde la portada de esta atractiva y sugerente novela el lector se engancha con el discreto guiño de una calle desolada cubierta de nieve transitada por una figura humana flanqueada por casas y edificios literalmente solos o deshabitados da la cifra de lo que espera a quien se adentre en la lectura de sus incesantes folios de poderosa ficción narrativa.

Dureza, fiereza en el narrar, descreimiento implacable, mucha ternura durante pasajes que se extienden por extensos párrafos que dejan al lector exhaustos y un cáustico humor incisivo que no da tregua al lector son apenas unas de los rasgos distintinvos de este voluminoso artefacto narrativo de desafiante factura escritural. Aramburu, hunde el escalpelo de su no pocas veces delirante prosa narrativa en el poroso tejido social y político de una España caracterizada por las continuas convulsiones políticas a que está tal vez condenada como comunidad de destino que inexorablemente es.

Toni, el protagonista principal de la novela, a la sazón, un profesor de educación secundaria que toma la trágica determinación de autoextinguirse por voluntad propia y para ello se otorga a sí mismo un plazo de doce meses para planear su muerte voluntaria mientras escribe a beneficio de «inventario» una crónica invencionada que emerge de los más insólitos socavones de las vidas de los seres que orbitan alrededor del infortunado profesor suicida. Amalia, Nikita, Patachula, Águeda, y «Pepa» (la curiosa perra del profesor que logra despertar sentimientos extraordinariamente nobles en un extraño aspirante a suicida).

El sujeto actancial principal de la novela, Toni, da inicio a su torrente verbal expresándose en primera persona del singular que, naturalmente, es la forma más obvia de toma de responsabilidad del discurso narrativo –par excellence-. Ello le confiere a la novela una cierta similitud con el Diario y la confesión testimonial que en alguna forma es una de las infinitas máscaras que adopta el discurso novelesco desde El Quijote hasta el presente.

Un cierto regusto cioraniano exhala el pesimismo antivitalista de Toni contra la vida. Dice el personaje principal: «a la mierda toda esa decoración» que esgrimen cantantes y poetas para legitimar las orlas que justifican la vida y sus prescindibles corolarios. El narrador se prodiga en excesos irreverentes y heterodoxos que indudablemente engolosinan los gustos ateológicos de muchos lectores. A modo de perla ilustrativa: «A mí me gustaría que Dios existiera para pedirle cuentas…» O «La única disculpa de Dios es que no existe».  Si efectivamente el novelista escribe para inquietar a los lectores, no cabe un ápice de dudas que lo logra -y de qué manera-.

El eje o dimensión de temporalidad en el cual se desplaza el discurso narrativo de Los vencejos va del mes de agosto al miércoles 31 de julio. Un año justamente basta para desplegar un tenso arco de recuerdos que se multiplican miríadicamente como el amplio espacio de la bóveda celeste. Los vencejos es una novela flaubertiana en el sentido de totipotencia que comporta su infinita capacidad de segregar sentido de sus inagotables entrañas inaginativas.

El autor de esta espléndida novela se adentra en temas universales que sirven al novelista para abordar la experiencia del hombre sobre la tierra. La compasión, el amor, el sexo, el sentimiento de los celos y el rencor derivado de los mismos, el ideal altruista, la imposibilidad de vivir y la necesidad de forjarse un sentido que justifique la prórroga de la presencia del hombre entre sus semejantes. Toni, el personaje principal de la novela es un hombre que tuvo una infancia relativamente feliz y una adolescencia un poco menos feliz pero igualmente apegada a la vida y sus hechizos prometedores de un futuro cargado de ilusiones. A la edad de 55 años este sujeto actancial principal aún siendo dueño de un relativo acceso a la ataraxia y la serenidad renuncia a seguir viviendo y elige abolirse del mundo de la vida con todas las consecuencias que tal decisión implica en todos los órdenes de la humana existencia. Me gusta sobremanera la forma del autor de Los vencejos de nombrar el Alzheimer de la madre de Toni designándole con el sinónimo de «apagón del cerebro». Solo en una novela y únicamente un novelista como Aramburu es capaz de atreverse a acometer estas osadías expresivas. Me agradan mucho las metáforas que emplea el autor para referirse a una fotografía enmarcada sobre la mesa de la habitación de la madre del personaje principal de la novela: un animal disecado. Los vencejos exhibe muchos aciertos en lo tocante a los logros verbo-expresivos, pero uno de los que más sobresale es aquel que se refiere al poder de metaforización de las relaciones de los personajes con los entornos eco-culturales; es este ámbito estético es donde el autor realiza aportes sustantivos a la lírica de lo novela.

Esta novela, Los vencejos, puede ser leída, a qué dudarlo, como un tratado de suicidología pero no en sentido académico-formal como lo habría estudiado Émile Durkheim ni tampoco como lo propone ese libro que escandalizó a Francia a comienzos de la década de los años ochenta de la pasada centuria titulado: «Suicidio: modo de empleo, historia, técnicas y actualidad», sino como una enmarañada y compleja y discreta apología de la muerte voluntaria desde una weltanschauung narratológica profusamente lírica y eso, ciertamente no es poco decir. Aramburu con esta novela se erige en un novelista rompedor de reglas y quebrantador de códigos y sus poco más de ochocientas páginas están ahí para confirmarlo. Apunta el novelista: «No todos los suicidas sobreviven; según las estadísticas, más de la mitad sobrevive,  no raras veces con horrendas mutilaciones».

El  novelista alcanza un asombro de virtuosismo en el arte de narrar lo que un lector con una formación cultural medianamente digna en comparación con otros tiempos más lentos y morosos en la lectura sin los apremios y vertiginosidades de las redes instantáneas y dice lo que eventualmente un hipotético personaje de la novela hace de alter ego de cualesquiera de sus potenciales lectores.