Quienes participan activamente en los mercados norteamericanos de capitales –inversores, corredores de bolsa, especuladores, economistas o estudiantes de finanzas–, generalmente disponen de conocimiento teórico idóneo y de mayor o menor experiencia sobre la economía y su funcionamiento. Aún así y como demuestran los hechos, a veces les resulta afanoso interpretar los indicadores económicos que se publican periódicamente, apreciar sus verdaderas implicaciones y anticipar tendencias, así como predecir las probables acciones del Banco de la Reserva Federal en respuesta a esos eventos y su acción sobre la circulación monetaria y los tipos de interés. Sin duda la combinación de estos factores determinará la dirección de los mercados financieros; de allí el interés en conocerlos, valorarlos, entenderlos y sobre todo actuar en consecuencia.
Desde los mercados de renta fija, inexorablemente vinculados a los tipos de interés por la relación inversa que se plantea entre las tasas y el precio de los títulos –cuando suben las tasas, la cotización de los títulos cae y viceversa–, hasta los movimientos en el mercado de acciones, cuyos precios fluctúan en función de las expectativas de desempeño y beneficios tangibles de los agentes económicos, queda claro que la economía, la inflación, el interés del dinero y los niveles de confianza, constituyen factores críticos en el propósito de anticipar el comportamiento de las relaciones de intercambio dentro del sistema.
Cuando en diciembre de 2007 comenzó la peor recesión sobrellevada por Estados Unidos desde la Gran Depresión de 1930, el Banco de la Reserva Federal, entonces dirigido por Ben Bernanke, amplió su intervención a través de una política monetaria expansiva, la adquisición de bonos del Tesoro, el otorgamiento de garantías a pagarés comerciales y títulos hipotecarios, así como otros instrumentos financieros idóneos. Bernanke era el décimo cuarto presidente de la Reserva Federal, después de haber sido miembro de su Junta de Gobernadores cuando impulsada por políticas públicas –entre otras acciones– se gestaba la peor crisis financiera –inmobiliaria y crediticia– en setenta años; la desenfrenada especulación en el sector inmobiliario acribilló al sistema financiero. Las denuncias de una supuesta intromisión regulatoria en los mercados financieros y la actividad bancaria no se hicieron esperar por parte de miembros del Congreso y especialistas en la materia; también acusaciones de su ineptitud para prevenir desequilibrios financieros. Aún así, el presidente Barack Obama dirá que Bernanke “…afrontó un sistema financiero a punto de colapsar con calma y sabiduría, con una acción audaz y una forma de pensar nada convencional que ha ayudado a frenar la caída libre de nuestra economía…”.
No erraba Obama en su expreso reconocimiento; bajo el liderazgo de Bernanke, como deja escrito David Wessel –In Fed we trust–, la Reserva Federal encabezó la más grande intervención gubernamental en más de medio siglo, convirtiéndose de hecho en el cuarto brazo de autoridad, aunque sin tener responsabilidad directa ante los votantes. Como experto en temas relativos a la Gran Depresión de 1930, Bernanke respondió eficazmente al no repetir el gesto aletargado de la institución frente a la histórica crisis, preservando –o restableciendo– en esta ocasión la funcionalidad del sistema, los mecanimos de crédito y la viabilidad de la industria.
Al día de hoy, la crisis planteada por la pandemia del covid-19 ha sumergido a las naciones del mundo en una angustiosa incertidumbre. No se trata en su origen de una crisis económica sino de una cuestión de salud pública que afecta seriamente el desempeño de los mercados de valores, de bienes y servicios, del empleo; de todo ello sí podría derivar un descalabro económico sin precedentes. Las noticias alarmantes se propagan y se hacen interminables, tanto como las críticas dispersas a los distintos gobiernos y autoridades actuantes en funciones de resguardo y protección de la salud pública. Se ha dicho en países como China y España que la pandemia se encuentra en fase de crecimiento exponencial, aunque se han tomado medidas que probablemente frenarán su propagación en el futuro previsible; noticias igualmente inquietantes sobre otras poblaciones asiáticas, europeas y americanas se difunden a través de los medios de comunicación convencionales y redes sociales, encendiendo alarmas en sus contornos y cercanías. También se ha dicho que la avanzada del virus se ralentiza por razones diversas, entre ellas el cumplimiento del ciclo vital, aunque se advierte una gran frecuencia de mutación que podría evolucionar en nuevas cepas no conocidas ni controladas. Un asunto muy serio que exige acciones muy serias y bien coordinadas a nivel global.
Hablemos ahora del impacto económico del covid-19. Todo indica que el orden de magnitudes del trance que nos embarga dependerá de la duración del brote y de su posible extensión a mayor número de países. Para moderar el contagio –parece imposible hablar de su contención–, se aplican normas de cuarentena que inevitablemente afectan el desempeño de las economías en prácticamente todos los sectores de actividad a escala global; todo ello tendrá sus efectos en el PIB de las principales economías del mundo. Ahora bien, no estamos en capacidad de anticipar cifras ni resultados en tanto y en cuanto todo dependerá de la evolución de la pandemia en los próximos meses. Si se logra reducir el riesgo de contagio, si la cuarentena aplicada rinde sus efectos deseables, las economías podrían retomar el ritmo de actividad y enjugar las pérdidas incurridas; en caso contrario, esto es, si la situación se prolonga indefinidamente, es muy probable que las economías entren en recesión a finales del año en curso –hay quienes la pronostican para el próximo verano–.
Algunos observan la aparición de un cisne negro sobre los mercados financieros, un suceso imprevisto y de enorme impacto en la economía mundial. Los índices registran caídas estrepitosas que generan turbulencia en todos los frentes de actividad. Y en ese contexto, parece obvio que los únicos capaces de tomar medidas de cierta efectividad, son los bancos centrales de las economías industrializadas, encabezadas por Estados Unidos. En el caso de la Reserva Federal, las medidas anunciadas no han sido hasta ahora suficientes para transmitir confianza a los inversionistas y detener la caída –algunos ya la anticipaban en el mercado de futuros de Wall Street–. Se ha puesto en marcha un programa de préstamos dirigido a los bancos, con el propósito de dar fluidez al crédito para empresas y hogares; también se anunció la compra de papeles comerciales emitidos por las empresas. Y todo ello se conjugaría con el paquete de estímulos propuesto por el gobierno, que prevé la inyección de 1 billón de dólares para canalizar ayudas hacia sectores afectados –entre ellos las aerolíneas–, así como otros recursos –500.000 millones– destinados a hogares que deben pagar facturas por bienes y servicios. Aún así y sin perjuicio de que se sigan instrumentando medidas y paliativos en los próximos días, las debilidades que envuelven al sistema financiero son tan profundas que nada parece ser suficiente para devolver la confianza a los inversionistas.
Sea lo que sea, el Banco de la Reserva Federal, a diferencia de lo ocurrido en 1930, reúne mayor experiencia, capacidad de respuesta y posibilidades de coordinación con otros bancos centrales llamados igualmente a tomar medidas de rescate en sus respectivas economías. Como dijimos en líneas anteriores, aún es temprano para llegar a conclusiones sobre el futuro inmediato de la pandemia y sus consecuencias económicas; también para concluir sobre la efectividad de las medidas anunciadas. Pero se avanza en el manejo de la situación, se indaga y se instrumentan resoluciones que habrán de producir sus efectos. Y más allá de las diferencias políticas, ideológicas o de criterios aplicables, todos tenemos el mismo interés en superar obstáculos y regresar a la normalidad.