Tengo fija en mi memoria la conversación que sostuve, en 1993, con Giulio Andreotti, siete veces primer ministro de Italia, senador a vida, quien marca con su vida y a yerro candente la política de su patria desde la Segunda Gran Guerra, hasta su muerte en 2013, a los 94 años.
Amigo del fundador de la democracia cristiana, Alcides De Gásperi, junta su experiencia como hombre de Estado con su devota catolicidad: «La vida no me exige, la religión sí y yo soy religioso», afirmaba.
Su influencia fue tanta que era imposible excluirlo de cualquier polémica, infamante o no, sobre las cuestiones italianas. La opinión pública europea e incluso mundial le llama, según sus facetas distintas y los odios que inevitablemente le concita el haber ejercido el poder durante mucho tiempo, como Papa negro, Belcebú, la esfinge, el jorobado, el Divo Giulio. Lo cierto es que es un titán, un acabado hombre de Estado, manual viviente y referente contemporáneo del pensamiento maquiavélico si no fuese por su recia adhesión al Decálogo.
Le pregunto sobre sus horas amargas –la prensa le acusa de haber tenido vínculos con la mafia– que a la sazón comparte con su adversario, otro ícono de la política romana, menor que él, Bettino Craxi, líder del Partido Socialista, exilado en Túnez, donde fallece en 2000. Me responde mirando hacia la ventana de su despacho en Piazza San Lorenzo in Lucina:
—Conversábamos distraídos sobre la ferrovía. No nos percatamos que se aproximaba, a toda velocidad, el tren de la historia.
El quehacer en política tiene sus momentos útiles, sus oportunidades, sus instantes de pertinencia que no se repiten y contrastan con la impertinencia, la imprudencia, la inoportunidad, la importunidad de quienes no calzan como líderes, y acaso sirven como candidatos sempiternos. El tiempo dilapidado, que es el tiempo de la ciudad, no del político, en efecto, deja a la vera buenas intenciones y “cadáveres insepultos”. Así llama Rómulo Betancourt, por cierto, a Jóvito Villalba, cadáver insepulto, pues no corona en el poder como sí lo hacen tanto él como Rafael Caldera, miembros con Jóvito –el más locuaz y tribuno de fuste– de las generaciones universitarias de 1928 y 1936.
Hugo Chávez tuvo su minuto luminoso y captó la oportunidad, no la dejó pasar. Su “por ahora”, cuando apenas frisa 37 años, en 1992, explota como lava ardiente y calcina a las varias generaciones que le preceden. Provoca un tsunami que lo empuja hasta el Palacio de Miraflores siete años después, en 1999.
Juan Guaidó corona en el poder, así sea como interino, a los 35 años, por obra de un accidente, es verdad. Asciende a la presidencia de la Asamblea Nacional, cuerpo colegiado al que se debe y le fija restricciones, pero también se labra su instante propio, su momentum, el 23 de enero de este año. Se la juega en el teatro de la democracia, en la calle, en tiempos de oprobio dictatorial. Desplaza a quienes le preceden –paga hoy el costo– y amalgama hasta a quienes, en otra circunstancia, no se le hubiesen aproximado. Su por ahora –el “juro asumir formalmente las competencias del Ejecutivo”– es el que le gana el reconocimiento interno e internacional a lo que ya era, de pleno derecho, dos semanas atrás: presidente encargado de Venezuela.
En veinte años de forcejeo, de estiras y encojes, todos a uno de los referentes de la oposición democrática venezolana han esperado que se les traslade la llama que Prometeo le roba a los dioses. Ninguno lo logra, aún. Nicolás Maduro la secuestra como causahabiente impuesto. Diosdado Cabello, entre tanto, rumia su amargura. Por obra de la Constitución y como presidente de la Asamblea Nacional es el presidente encargado de Venezuela para el 10 de enero de 2013, ante la ausencia del presidente electo, moribundo o por haber entregado su alma al diablo. Pero pierde su instante, lo abandona el tren del destino y se declara como alzado irredento al igual que el Mocho, José Manuel Hernández, quien le colea la presidencia Ignacio Andrade, a finales del siglo XIX.
El azar, el empeño sostenido, la disposición de una narrativa o mito movilizador que contagie, la tarea sistemática, el saber sumar y no restar tantos ayudan, y mucho, cuando se mira el poder y se entiende que es huidizo, más el democrático. Al término lo logran o lo sostienen solo quienes aprenden el arte de administrar los tiempos y el tiempo para sus decisiones.
Llegar más temprano al andén o pasada la hora no le asegura al pasajero que subirá al próximo vagón del tren. Ha de estar alerta, en el minuto preciso, con su carga ordenada. No es la política, pues, una profesión para los agiotistas o nigromantes, tampoco se reduce al desesperado y ciego apaleo, hacia todos los lados, de una piñata infantil.
El tiempo que pasa no regresa, es agua de río que corre hacia su desembocadura.
Los instantes, en suma, se le hacen magros al cese de la usurpación en Venezuela, en cuyo defecto no habrá gobierno de transición, menos elecciones libres, que no sean las amañadas por quienes se bastan a sí con el disfrute de una noche de casino.
Andreotti abusa del tiempo. Sus generosos momentos de gloria, sublimes para Occidente, son aplastados por un ferrocarril intransigente, la audiencia. Luego de sus representaciones memorables, al término, cansada, fastidiada, decide mirarlo como “el amo de las sombras”. Pero ejerce el poder a cabalidad, y sabe que desgasta, pero sabe más que “desgasta, especialmente, a quien no lo tiene”.
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