En marzo de 1975 viajé por primera vez a la región del Guaniamo, en el sur de Caicara del Orinoco, en el entonces distrito Cedeño del estado Bolívar, hoy tan devastada por la minería y otras actividades ilegales. Desde el primer momento, aquellos paisajes culturales me subyugaron. No solo eran los paisajes geográficos, sino principalmente la gente, sus tradiciones, su gastronomía, su manera de hablar y expresarse, las lenguas indígenas que todavía se emplean allí. Las culturas de indígenas y campesinos, su presencia plurisecular, ejercieron sobre mí una gran fascinación, me subyugaron.
Entre marzo y julio de 1975 hice alrededor de cuatro viajes al Guaniamo. Nunca lo podré olvidar por la intensa emoción que me producían aquellos parajes guayaneses. Percibía que siempre habían estado en mí y yo en ellos, al menos como intuición. Conversaba con todas las personas que iba conociendo, ya fuera en el camino entre Caicara y Pela pa’trás (el famoso paso del Guaniamo que con frecuencia obligaba a los viajeros a devolverse o a detenerse varios días a la espera de que bajaran las aguas) o en el fundo de Las Nieves, en Sabana Nueva, adonde afortunadamente se llegaba sin cruzar el portentoso río. Dicho fundo entonces lo empezaba a establecer mi tío Moisés Biord Rodríguez y más tarde mi papá, Horacio Biord Rodríguez, intentaría establecer uno en Los Espejos, a la entrada de Sabana Nueva.
Escuchaba todo con gran atención, sorpresa y emoción. Recuerdo muy especialmente mis conversaciones con Toribio Montilla, residenciado en La Tunaca y nativo de la cercana zona del Cuchivero, al otro lado del Guaniamo, un hombre a quien siempre he considerado no solo un gran amigo, sino especial y verdaderamente un gran maestro.
Los campesinos caicareños me comentaban historias del Guaniamo, de cuando se sarrapiaba o recogía sarrapia, de las crecidas de los grandes ríos, de cuando no estaba abierta la carretera que apenas se había concluido un año antes y era la vía que comunicaría con San Juan de Manapiare (en el entonces Territorio Federal Amazonas), pasando por el curso alto del río Suapure. La carretera que partía de Caicara hacia Puerto Ayacucho solo llegaba entonces al curso bajo del Suapure, antes del actual campamento minero de Los Pijiguaos. Se trataba de los ejes carreteros previstos en el proyecto de “Conquista del Sur” (mal nombre para una buena idea).
Empecé a oír historias fascinantes, tan hermosas como aquellos grandes cerros cubiertos de montañas o selvas, las grandes lajas negras que parecían pintadas por los indios con tizones (como en broma se contaba a los nuevos visitantes para sorprenderlos en su ingenuidad e ignorancia), los ríos, los alcornocales y chaparrales, los morichales, la presencia hermosa de los indígenas panares o eñepá y de los piaroas o wótuja que vivían en aquellas tierras.
Escuché nombres étnicos (mapoyos, taparitas, makiritares, además de panares y piaroas), las denominaciones de “racionales” (no indígenas) e “irracionales” (sobre todo la primera, en oposición a la segunda: racional / indio), historias de cazadores que se habían perdido en la selva y, deambulando, encontraban sitios maravillosos, como cuevas con inscripciones a las que singularmente luego no podían regresar. Cuando lo intentaban extraviaban el rumbo y nunca podían encontrar las sendas que los condujeron la primera vez a esos sitios portentosos.
¿Cómo sería esa cueva? ¿Tendría, acaso, una estrecha entrada? ¿Habría, de verdad, signos ilegibles en su puerta? ¿Se trataría de sitios mágicos? ¿Pruebas de antiguas civilizaciones indígenas? ¿Secretos de los indios?
Se hablaba de Pozo Azul, un remanso de agua donde, como en las minas del Guaniamo, había grandes y pulidos diamantes que se recoger fácilmente sin necesidad de “suruquear” (la suruca es un tamiz empleado en la minería). En mi imaginación, había mil maravillas más, quizá hasta la fuente de la eterna juventud. Se trataba de un fragmento de la vieja historia de El Dorado, creo entender ahora, y también noticias fragmentarias de muchas cuevas y abrigos rocosos con petroglifos, como tantas que hay entre el Cuchivero y el Sipapo, ya en Amazonas.
Mi sensibilidad adolescente se extasiaba ante aquellas historias y vivencias. Me creía poseedor de un conocimiento extraordinario y llamado a visitar aquellas montañas, a recorrer palmo a palmo aquellas lajas, aquellos cerros de piedra, a encontrar esos sitios maravillosos de los que hablaban los cuentos y las tradiciones que no paraba de escuchar con sumo deleite.
Gracias a la tradición familiar, había oído hablar de ciertos sitios misteriosos en las galeras de Guarumen (estado Guárico), huecos a los que no se les conseguía fondo al tirar una piedra, por ejemplo. Incluso en Güiripa, la tierra aragüeña de mis mayores, había un pozo famoso con algunas historias mágicas y se llama Charco Azul. Más tarde, sin embargo, supe de historias similares, cuentos que se repetían aquí y allá a lo largo de los campos venezolanos. A veces se mezclaban con fantasías auríferas y de grandes tesoros que ponen en peligro el patrimonio prehispánico. Es infinitamente improbable que alguien consiga ese tipo de riquezas entre restos del pasado prehispánico o, incluso, colonial y republicano.
Quizá una de las historias más interesantes que escuché en los campos al sur de Caicara fue la tradición del Salvaje. Se decía que era un ser tal vez parecido a un gran mono, un hombre muy peludo que dejaba las huellas al revés. Había que tener cuidado, porque, huyendo del camino que marcaban sus huellas, podía uno toparse de frente con ese ser, con ese aparato, dirían campesinos en otros lugares. Era una historia muy repetida y no dejaba de maravillarme.
En 1981, estudiando tercer año de la carrera de Letras en la Universidad Católica Andrés Bello, me tocó revisar la transcripción de los manuscritos de Lisandro Alvarado sobre lenguas indígenas. Para cotejar con las fuentes originales las transcripciones del idioma tamanaco, hablado en el Orinoco medio, utilicé el libro del misionero jesuita Felipe Salvador Gilij Ensayo de Historia Americana.
El padre Gilij había vivido en la misión de San Luis Gonzaga de La Encaramada, cerca de la desembocadura del Suapure en el Orinoco medio, entre 1749 y 1767, cuando los jesuitas fueron expulsados de los territorios españoles por Carlos III. Allí, en las páginas de esa extraordinaria obra, de gran importancia para la etnografía y la lingüística orinoquenses, encontré la misma historia que seis años antes había escuchado a los campesinos en los campos de Caicara del Orinoco. Era la leyenda del Salvaje, que dejaba las huellas al revés. Luego supe que era una versión, fragmentaria probablemente, de historias más complejas de los máguares o dueños de las piedras, de los ríos y de las montañas, que dejaban las huellas al revés, igual que a las personas a quienes seducían. Cuando estas personas caían víctimas de su embrujo, de sus hechizos, comenzaban a abstraerse, a desinteresarse por las cosas y dejaban también las huellas al revés, además de que perdían la proyección de su sombra porque vivían ya en otro mundo. Todo esto lo recoge la historia sagrada kari’ña.
El haber encontrado la referencia del Salvaje en la obra de Gilij, escrita doscientos años antes, supuso para mí una gran emoción, pues, no solamente me retrotrajo a los cuentos que había escuchado en 1975 y a la pervivencia de los relatos orales, sino que sobre todo me proyectó el universo cultural del Orinoco, las culturas indígenas, la fuerza con la que la tradición oral, dos siglos después, todavía se mantenía con tanta fuerza en aquellas regiones.
Historias semejantes de lugares misteriosos con inscripciones son muy comunes en toda Venezuela. Encierran una simbología, quizá la valía de las historias y tradiciones locales a menudo despreciadas. Para mí fue una bendición haber escuchado las del Guaniamo cuando apenas tenía trece años. Se convirtieron en llaves mágicas para entender esos universos culturales, viejas significaciones, un patrimonio intangible que vivía con fuerza de boca en boca entre aquellas gentes que miraban, con tanta sorpresa como yo sus cosas y tradiciones, sus saberes y haceres, la apertura de la carretera y el tráfico que apenas se iniciaba, tal vez con malos augurios entonces aún indescifrables.
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