OPINIÓN

Los tercos

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

En el capítulo número cuatro de la serie Chernobyl se plasman las secuelas de la catástrofe socialista de la explosión del reactor atómico de la Unión Soviética.

Hoy seguiremos en el análisis de la saga, despejando algunas dudas sobre el devenir del producto.

Queremos responder a una de las críticas principales contra la nueva creación de la cadena de HBO. Según la armada del comando radical y progre de Twitter, no deberíamos dar crédito a Chernobyl por su clara orientación sesgada y anticomunista.

Vayamos por partes en el desmentido de semejante ataque de la tribuna izquierdista.

En primer término, no existen contenidos neutrales y objetivos, menos cuando involucran procesos de interpretación e introspección histórica.

En el caso del programa aludido, la sola traducción al idioma anglosajón, del suceso, implica una toma de posición para someter al juicio de cada espectador.

Así, un melodrama ruso se analiza desde la perspectiva de un país occidental distinto, de Reino Unido para ser más específicos. Ello ocurre por el ánimo de adaptarse al idioma global de la cultura de masas. El inglés viene a representar el esperanto de la televisión mundial.

En el mismo sentido, hemos consumido diversas series en el pasado, cuyos focos de atención se ramifican, dependiendo del momento y del espíritu del tiempo.

Ayer vimos un reflejo del caos geopolítico del planeta en la famosa Juego de tronos. La propia cadena HBO dedica su parrilla, por entero, a desmitificar al sueño americano a través de un cúmulo de películas, documentales, comedias y tragedias por entregas.

Ahora tocó el turno de revisar el desastre acontecido en Ucrania, para estudiar el impacto de sus efectos y daños colaterales en la contemporaneidad.

En una mirada superficial, el espectador contempla el escándalo de un encubrimiento de la guerra fría, de una explosión atómica mal atendida y peor censurada.

Pero indagando detrás de las fachadas y las apariencias, encontramos un espejo de la realidad distópica circundante, a la hora de trabajar con una contingencia en el campo informativo y administrativo.

Por ende, observamos un reflejo de la frialdad burocrática, de un Estado perverso y corrupto, para buscar tapar una debacle con puros paños calientes, potes de humo y fake news.

Tal como la ridícula posición de Maduro, cuando cree ocultar la miseria de la gente, denunciada por el periodista Jorge Ramos, poniéndole la mano a una tableta en la que vemos el paisaje habitual de niños y jóvenes de la patria comiendo de la basura.

Chernobyl, en su cuarto episodio, enarbola la bandera de la verdad.

Ulana Khomyuk, una de las pocas auténticas heroínas de la serie, se empeña en hacer justicia y decir las cosas como son aunque le duelan al régimen y supongan la caída de su castillo de naipes.

Ella encarna el valor del periodismo y del ejercicio serio de informar, actualmente amenazado por los violadores de derechos en Moscú y Caracas.

La deshumanización alcanza al resto de los personajes, como en una trama de ciencia ficción, a consecuencia del viento arrollador de la gestión negligente del cataclismo ambiental.

La ecología maléfica provoca el éxodo, la evacuación, la fragmentación social, la desconfianza y el asesinato mutuo de ciudadanos.

La región afectada queda como un pueblo fantasma, como un elefante blanco agrietado y herido, como el esqueleto de la ballena encallada de la película rusa Leviathan.

Por eso duele la metáfora del chico, despojado de su infancia y de su inocencia, en el trámite militar de sacrificar a unos pobres perros enfermos, a punta de bala. Es el darwinismo en un plano descarnado e hiperrealista.

Al comienzo del escalofriante episodio, una abuela se niega a dejar de ordeñar una vaca, afirmando su identidad y su arraigo a pesar del apocalipsis.

Nos recuerda el martirio de padres y madres venezolanos dispuestos a resistir o morir en su tierra, antes de ceder un milímetro a la idea de seguir despoblando y vaciando los espacios comunes de la nación.

El legado de cenizas del comunismo se expresa en la desolación y la ruina.

Sus víctimas figuran en la narrativa de Chernobyl, asentada en una poderosa puesta en escena de influencia en el cine de la posguerra, de la estética del deshielo y de la poética melancólica de los autores de los países de la Europa del Este.

Tarkovsky, Sukorov, Bela Tarr, Mijalkov y Zvyagintsev son algunos de los realizadores metabolizados por la hipnótica dirección de la serie, a cargo de Craig Mazin y Johan Renck.

El sonido industrial, fuera de campo, ilustra el desasosiego de los protagonistas, siempre inmersos en una atmósfera espectral de tintes bélicos.

Prometo para la próxima semana terminar de desglosar el entramado plástico y conceptual de Chernobyl, a propósito de su capítulo final.