La mecha la prendió Martin Scorsese en octubre del año pasado con unas declaraciones a la revista Empire, que había pedido su opinión sobre el universo Marvel. Y el director de Taxi Driver se despachó a gusto. Dijo que no había visto muchas de esas películas, pero que las que había visto se parecían más a un parque de diversiones que al cine tal como lo había conocido y amado toda su vida. Y que, a fin de cuentas, eso no era cine.
La reacción no se hizo esperar y el bueno de Marty se sintió en la obligación de aclarar, en un artículo del 4 de noviembre pasado en The New York Times que no pensaba que quienes incurrían en esa gimnasia visual fuera gente carente de talento. O que merecieran ser censurados por ello. Pero que su gusto le impedía disfrutar de lo que comercialmente ha pasado a llamarse “las franquicias”. Y sentado este punto, se explayó sobre su posición, que merece algo más que un simple titular. Porque no es la rabieta de un consagrado, sino un llamado a una reflexión urgente y necesaria.
Scorsese parte de un punto de vista a la vez obvio y naif: el cine, vale la pena repetirlo, es una forma artística y si hace falta una prueba, ahí están los clásicos (cita La ventana indiscreta de Hitchcock, Persona de Bergman o Casco de acero de Samuel Fuller) para demostrar que no han perdido un ápice de su vigencia. (Nota al margen, revisarlos es uno de los placeres colaterales de la cuarentena). La clave está aquí. Los años pasan pero las grandes películas quedan y hasta podría decirse que ganan nuevos bríos en cada sesión. Lo que falta en las franquicias es “la revelación, el misterio y el verdadero sentido del peligro”. Y agrega “no hay riesgo”. Hasta allí, es una cuestión de preferencias. Si alguien quiere seguir encendiéndole una vela a Welles comprobará que cada día sus películas son mejores, aunque haya muerto en 1985.
En principio su convivencia con el Universo Marvel no presenta problemas. Pero ocurre que el problema es un poco más complejo. Y tiene que ver con la disponibilidad de las pantallas. Las franquicias son una cruza de parque de atracciones y operación militar. No salen al mercado, se imponen, arrasan lo que viene a su paso y como un elefante en una tienda de antigüedades, desplazan a más de una película que no tiene tras de sí el músculo financiero. Y el espectador carece de algo esencial al cine.
Podría decirse que le escamotean aquello que lo define: la capacidad de ver mucho cine, comparar, hacerse una idea, despertar su sentido crítico y concluir que le gustan más los westerns que los musicales, o un policial que una comedia. Parafraseando a un personaje de triste memoria, los amantes del séptimo arte quieren entrar en la historia del cine a paso de espectadores, no de manada.
El problema es más complicado con la opción del streaming. Si las salas han expulsado a las películas de su espacio natural y primigenio, queda la caja boba. Que por cierto, ofrece más de un producto de interés, incluyendo el último Scorsese. ¡Ah! Pero ocurre que esta es una pobre oferta frente a la tentación de abrir en salas.
Los directores quieren sus películas exhibidas en su templo y se resisten a perder la opción de la sala oscura, porque, se sabe, la primera máxima del cinéfilo es que los mejores momentos de esta vida transcurren, precisamente, a oscuras. Entonces, este no es meramente un problema de oferta y demanda en la cual (pongamos por caso 1956) La vuelta al mundo en 80 días competía con Ataque de Robert Aldrich, Bhowani Junction de George Cukor y la segunda versión de El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock, entre muchísimas otras. Pero el espectador actual, retoma Scorsese, solo sigue viendo lo que le han acostumbrado a ver. Scorsese, nostálgico, recuerda una industria llena de tensiones e intereses, pero al fin y al cabo una industria creativa y productiva, en la que las películas salían de la imaginación de libretistas, directores y productores, y no de un estudio de mercado. La escritura de ese artículo, termina Scorsese “me llena de una tristeza inconmensurable”.
Ahora bien, el mismo director reconoce que al fin pudo hacer El irlandés gracias a Netflix. Pero, detalle, la sala de cine dejo de ser el vehículo y fue desplazada al rol de vitrina. Otro director, Olivier Assayas, toca tangencialmente este tema a propósito de su último opus La red cubana. Los productores estaban enfrentados por la duración. La parte francesa no quería sobrepasar las dos horas, pensando en el tradicional problema del número de sesiones por día en la sala. A los brasileños, la otra pata de la coproducción, el tema no les preocupaba. Porque la salida en salas es un tema menor. Lo que importa es el streaming. (Por cierto hay que verla, sale en Netflix en junio). El tema es casi identitario.
El cine fue tradicionalmente un espacio colectivo, que tenía que ver con la feria. Cuando se muda al espacio privado de la sala o del dormitorio, sigue siendo cine? Más allá de las palabras, ¿cuáles son los caminos futuros de la imagen? ¿Las salas son ahora el reducto por excelencia de aquellas películas que requieren de una pantalla grande para desplegar su grandiosidad? Es una tentación grande el decretar la muerte del cine. Lo han matado demasiadas veces –la televisión, la televisión por cable, el VHS, luego el DVD y ahora el streaming– que no conviene ser tan pesimista como Scorsese. La oscuridad siempre guarda algún secreto.
Pero sin duda, los tiempos cambian. El cine también.