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Los sueños imperiales de Putin

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Putin para

GETTY IMAGES

La posibilidad de que Rusia invada a Ucrania ha creado una natural preocupación en el mundo democrático internacional, no solo por lo que implica vulnerar la soberanía de un país que desde hace años decidió, por la libre y mayoritaria voluntad de sus ciudadanos, integrarse a la Unión Europea, y, por ende, al ideario político occidental, sino también por los grandes desequilibrios y nuevos conflictos que podrían generarse en el juego del poder mundial. Sin embargo, nadie podría decir que este evento -si llegara a consumarse- sería inesperado desde el frío punto de vista de la geopolítica: la intervención en el sureste del país a partir de 2014 y la adhesión de Crimea ese mismo año mostraron sin velos de ningún tipo que Moscú tenía pretensiones de recuperar territorios y ejercer controles sobre los viejos dominios y zonas vitales de influencia.

Hasta ahí, digamos, todo lo que está sucediendo no tiene que sorprender, porque estaríamos en presencia de un área de influencia natural de una nación que perdió su rango de superpotencia desde que cayó el Muro de Berlín y se disolvió la URSS en diciembre de 1991. Pero lo que sorprende es que esa potencia, menoscabada desde hace 30 años, y cuya economía apenas es del tamaño de la de España o Italia, ha venido protagonizando en la última década intervenciones en el escenario internacional que van mucho más allá de sus áreas circunvecinas: intervino abiertamente en 2015 en el conflicto sirio, contribuyendo decisivamente al mantenimiento de Bashar al Asaad en el poder en el  fragmentado país árabe; realizó una significativa Cumbre con los países africanos en 2019, a la par que interviene, cada vez más, en la política y en los  negocios (la mayoría de ellos non sanctos) en varios de estos; ha utilizado sus hackers y la manipulación mediática para influenciar las elecciones y consultas en los mismísimos Estados Unidos y otros países occidentales (no olvidar, por ejemplo, el Brexit); y, apenas unos días atrás, ha amenazado con establecer bases militares en Venezuela y Cuba, en un burdo intento de hacer recordar la crisis de los misiles de los 60. Pareciera, por consiguiente, no haber dudas que dentro del país eslavo han resurgido las pretensiones de dominio universal.

El hecho de que Putin desde hace más de una década haya criticado reiteradamente a Gorbachov por la desintegración de la URSS, es una clara indicación de que los sueños imperiales estaban presentes en el líder ruso desde antes de la invasión de Crimea. Pareciera que todo responde a un ideal y a un plan largamente gestado y concebido. Es importante puntualizar que su pretensión, sin dejar de estar influida por la larga huella del zarismo en la historia de su país, está especial y específicamente marcada por la experiencia y la cosmovisión soviéticas, no solo porque él fue un fiel funcionario kagebesco de los Breznev y los Andropov, sino porque la idea de un imperio universal solo tuvo cabida en su patria a partir de los bolcheviques, bajo el manto -prohijado por la Ilustración- del socialismo marxista y leninista, que concebía que la rueda del progreso llevaba ineluctablemente a la superación del capitalismo y a la implantación de una sociedad mundial sin clases, sin explotación y sin egoístas fronteras nacionales que la dividieran (las pretensiones imperiales de los zares, ciertamente, nunca traspasaron las fronteras -además de Asia occidental- de Europa Central y Europa del Este).

La verdad, no obstante, es que dista un mundo entre aquella Rusia soviética, armada hasta los dientes, con un nivel de industrialización tan alto que llegó a competir en casi todos los rubros con las economías capitalistas (no en balde por casi medio siglo el mundo estuvo bajo el sello de la bipolaridad) y el pálido reflejo que es la Rusia putinesca. Exceptuando su poderío misilístico (porque en el plano militar en general está muy lejos de Estados Unidos), la pretensión de ser una nueva superpotencia tiene severas limitaciones si tomamos en cuenta su reducida economía y su atraso tecnológico, por lo que las veleidades que puedan tener Maduro y Díaz Canel para revivir la crisis de los misiles tienen pocos argumentos en los que sustentarse.

Pero quizás la mayor limitación que tiene Putin en sus proyectos expansionistas es la ausencia de una narrativa que le dé cancha y empatía en las mentes y aspiraciones de los pueblos en el mundo globalizado de hoy, como fue el caso de los bolcheviques a comienzos del siglo XX con el ideal socialista, que propició cerebros calenturientos y revoluciones por doquier. El tiempo de los metarelatos, como dijo Lyotard, se acabó. De hecho, la única ideología que anima e impulsa al líder ruso es una especie de nacionalismo conservador, donde se mezcla el orgullo eslavo por los antiguos logros y grandezas y una acendrada religiosidad, donde él se da la mano con el patriarca de la iglesia ortodoxa. De manera que su ideología puede catalogarse como un populismo nacionalista de derecha, como se refleja claramente en sus posturas de rechazo al homosexualismo y al discurso de género, entre otros aspectos. Paradójicamente, pues, Putin está en el mismo bando de los Orban, los Le Pen, y los Trump, y no de los socialistas del siglo XXI y -mucho menos- de las izquierdas democráticas y liberales. Lo que no impide, evidentemente, que aliente y trame alianzas con sus obvios oponentes ideológicos.

Esta curiosa alianza de antípodas ideológicos es posible porque, como señalamos atrás, las ideologías han dejado de ser el motor principal de la subjetividad política en los nuevos tiempos. Ante el desdibujamiento de los viejos ideales y la decadencia de los partidos políticos como formas de representación y agregación de intereses, ha surgido con inusitada fuerza en las últimas dos décadas el personalismo político con sus diversas expresiones, como se hace patente en las oleadas autoritarias que han tomado por asalto tantas regiones del mundo, incluyendo a las naciones occidentales.

Que Putin se de la mano con autócratas socialistas, con dictadores tradicionales africanos o con fundamentalistas religiosos de derecha no tiene, por consiguiente, nada que extrañar. Aparte de la ambición ilimitada de poder y la búsqueda de los más oscuros intereses económicos y geoestratégicos, lo único que une a estas internacionales autoritarias es su alergia a todo el ideario liberal y democrático, y en general a todo lo que huela a estado de derecho, división de poderes, pluralismo político y respeto a las minorías.

@fidelcanelon

 

 

 

 

 

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