El primer emperador de la China unificada, Qin Shi Huang (221 a. C. – 210 a. C.), ideó la antigua muralla para ahorrarse el acecho de los bárbaros. Borges, que habla del asunto, también recuerda la orden de quemar todos los libros antes de su ascensión, para que la historia comenzara con él y nadie lo comparara con otros monarcas. Qin imaginaba que eso ponía en peligro su dinastía porque, en la lógica del poder, su posesión siempre está amenazada; dinastías o democracias, no importa, es parte de su naturaleza.
Aun así, odiadores de la complejidad como somos, nos gusta creer que en democracia la ley pone bridas a esta naturaleza salvaje del poder. No en vano, Platón despacha a los demagogos por manipuladores, sabía que la democracia era víctima de sus argucias. Este fue el leitmotiv de la Convención Constitucional que, en 1787, creó el colegio electoral para garantizar, en palabras de Alexander Hamilton, que ningún dotado “para las bajas intrigas” pudiera ser presidente de los Estados Unidos. Cada quien construye la muralla que puede.
Más cerca de nuestra época, la Iglesia, hasta casi la mitad del siglo XX, se opuso a que los analfabetos y los de oficio desconocido votaran por ser presas fáciles de los embaucadores, esto era cuestión de gentes responsables, con bienes que cuidar, que no pondrían en riesgo las buenas maneras de la nación y atenderían, con más celo, los discursos de los pretendientes al poder. Es lo que deseaba John Adams, que la democracia se fundamentara en el debate racional. Sin embargo, lo emocional siempre está presente. Tenemos una misteriosa tendencia al realismo mágico que impregna todo lo que tocamos. Por ello, la idea del líder mesiánico seduce al prometer salvarnos de la pobreza, del crimen, del terrorismo y todas las bajezas humanas inimaginables. Lo que sea que se interponga a nuestra felicidad. Esa es la fe de los que están hartos.
Karen Stenner, especialista en psicología política, asegura que la tercera parte de los habitantes de una nación cualquiera tiene una clara “predisposición autoritaria”. Esta especie de asimetría civil, contingente más que ideológica, abre puertas a los chamanes del realismo mágico: políticos bravucones y altisonantes para quienes la ley es el primer estorbo, actúan siempre en nombre del pueblo y no del ciudadano, y con ese poder “sobrenatural”, dicen suprimir el mal y sanar la patria, aunque no la república. Muchos de ellos lucen tan bondadosos como Tom Doniphon (John Wayne), el pistolero de John Ford en Un tiro en la noche, que infringe la ley para salvar a Ransom Stoddard (James Stewart) de las garras del bandido Liberty Valance (Lee Marvin). Pero lo cierto es que no existe el “despotismo suavizado” de Tocqueville. Vivir sin sujeción a ley alguna transforma el sueño de uno en la pesadilla del otro.
Los desaguisados de pistoleros bondadosos o chamanes derivan, casi siempre, en rencores épicos que hacen que la historia se mueva en direcciones trágicas. Y entiendo las sospechas de Platón, para quien la muerte de Sócrates no solo se convirtió en un trauma, sino que le afirmó en su desconfianza en la solidez de los muros de contención de la democracia. No es poca cosa la suspicacia platónica que nos advierte la fuerza erosiva de los “odios” y que, de paso, estos pueden venir de donde sea, igual que los pistoleros bondadosos y chamanes, que acaso serían los alter-egos ampliados (o monstruos creados) por aquella “predisposición autoritaria” señalada por la señora Karen Stenner.
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